Aplicó los afeites con diligencia... Había en sus suaves manos hasta
ternura pese a la incomodidad de la situación, quizá por exceso de
responsabilidad o por puro miedo. Un poco de rosa palo en los párpados y rojo
veneciano en las mejillas otorgaron al individuo una lozanía que le quitó veinte
años de encima. La sábana lo cubría hasta sus lívidos pezones. La piel parecía
haber sido espolvoreada con harina. Todo en derredor era oscuridad y helor.
La sala hipóstila subterránea había sido en tiempos la bodega de aquel
palacete novecentista. Unos cuantos quinqués iluminaban la escalera de
caracol que descendía desde el primer piso, pero su crepuscular luz era un
tenue recuerdo. La hermosa joven de largo cabello castaño examinaba con sus
verdes iris el trabajo que acababa de acometer. Don Felipe estaba realmente
guapo.
Pero... durante un breve instante casi..., casi creyó entrever una sonrisa.
La chica meneó la cabeza contrariada. Las sombras y la potente luz de aquella
lámpara quirúrgica sin duda la habían confundido. Tal vez el alto caballero ya
estuviera sonriendo cuando comenzó a maquillarlo.
Dio tres pasos hacia atrás asustada.
Había llegado antes de tiempo para encargarse de un par de
parroquianos y así poder volver a casa con prontitud para seguir preparando
los exámenes trimestrales. Estudiaba Medicina y sin becas no podría continuar
la carrera. Aquello era solo una manera de sacar provecho al curso de estética
que había realizado años atrás; pero estaba sola, en el exterior la enésima
ciclogénesis de noviembre azotaba la ciudad y en aquel sótano hacía un frío
que haría tiritar a un muerto.
Escuchó el sonido de una gota que brotaba de la picadura de una vieja
cañería cayendo sobre un charco. Una araña de patas largas descendía desde
la pétrea techumbre con su hilo invisible y el foco proyectaba su monstruosa
silueta en las paredes de la amplia estancia.
Justo entonces sucedió algo inconcebible: el señor Teixeira abrió los
ojos, de sopetón... Eran azules como el hielo de un iceberg, aunque al mismo
tiempo parecían estar llenos de agradecimiento.
Uxía gritó enloquecida, y la cabeza del finado, que antes miraba hacia
arriba, cayó hacia un lado haciendo que ambas miradas se cruzaran. La
veinteañera chilló aún más alto mientras retrocedía y trastabilló al pisar el suelo
mojado dándose un coscorrón con el plúmbeo caño que brotaba del
empedrado cual sierpe funesta.
Al despertar vio a su bigotudo y rechoncho jefe en cuclillas observándola
con preocupación. La universitaria le contó lo sucedido, pero el empresario
achacó sus visiones a la falta de sueño.
-No obstante has hecho un trabajo increíblemente fino... Logras que
nuestros clientes vuelvan a la vida, y eso es todo un arte.
“Un arte macabro que me va a volver loca”, pensó la moza que echó un
último vistazo al tal Felipiño, quien ahora tenía los ojos cerrados y descansaba
como era debido, prometiéndose a sí misma que en cuanto saliera del edificio
jamás volvería a tratar con gente tan poco animosa.