Ayer estuve a punto de escuchar morir a un hombre. Bueno, lo cierto es que fue hace casi una semana, pero me gusta más decirlo así, como si acabara de ocurrir.
El caso es que Marina y yo estábamos pasando unos días de retiro atlántico en El Roque, un pequeño barrio costero al norte de Gran Canaria construido sobre una lengua basáltica que se adentra trescientos veinte metros en el mar, dando la impresión de quedar unido al resto de la isla por el compromiso de no contradecir lo dispuesto en la Organización Territorial del Estado, que lo vincula inexorablemente al municipio de Moya. Sesenta casas blancas y una iglesia que parecen emerger directamente de la roca volcánica, de manera que a veces uno no sabe si lo que está viendo bajo ellas son cimientos o raíces.
Debían de ser más o menos las ocho de la tarde, el cielo empezaba a llenarse de rojos, naranjas, azules y lilas; la luz del día se escurría por el horizonte dejando paso a otra noche estrellada de septiembre. Pero, entonces ¿la luna brilla? -la anterior nos la habíamos pasado en la azotea de la casa contemplando el cielo nocturno, protegidos de la brisa marina por una manta y repasando nuestros conocimientos básicos sobre el firmamento-. No… Bueno, sí que brilla, pero no con luz propia, brilla porque refleja la luz del sol. Ah… O sea, que el sol también es una estrella, como todas esas. Sí, y la Tierra es un poco como la Luna aquí, que da vueltas a su alrededor. Escuché una vez que la Luna es un trozo de este planeta: hace millones de años, durante una lluvia de meteoritos, uno impactó tan fuertemente contra la superficie terrestre que arrancó un gran pedazo de su corteza y hasta desvío su eje, dejando aquel apéndice flotando a la distancia suficiente para mantenerse dentro de nuestra órbita gravitacional. Dicen que por eso hay tanta relación entre la Luna y las mareas, los nacimientos y tantas cosas. Ya, si lo piensas, la Luna es un poco como El Roque, que parece que pertenece a la isla pero en verdad está fuera.
Luego nos quedamos un rato en silencio, mirando al infinito, hasta que a los dos nos venció el sueño. Creo que a esto es a lo que debían de referirse los griegos cuando hablaban del Aión, ese instante en el que el tiempo ni va ni viene, un momento que parece no tener fin.
Pero volvamos al día del incidente. El sol se hundía lentamente tras la montaña de Gáldar y yo tendía en aquella misma azotea los bañadores y toallas mientras Marina me esperaba en la terraza del único bar que había en el barrio, situado en el número cincuenta y ocho y desde el que se podía bajar por unas escaleras hasta el final de la lengua volcánica, donde la roca se sumergía definitivamente bajo el agua. El día había sido largo.
Durante la mañana habíamos recorrido cada una de las piscinas naturales y charcas que salpicaban la zona a marea vacía. Después de comer, la pleamar hizo que la de El Altillo se convirtiera en la mejor opción para hacer la digestión, ya que su muro era el único que, además de ofrecer protección frente al oleaje, permitía darse algún baño si se tenía el arrojo suficiente o la urgencia de hacer aguas menores. Bastaba con esperar en el último escalón de la plataforma a que el mar se replegara para formar una nueva ola, dejando al descubierto los primeros peldaños de la pasarela que daba acceso a la piscina. En ese momento había que entrar al agua antes de que la onda marina llegara a la rompiente y te arrastrara contra el muro. Una vez dentro, flotar en el mar embravecido se convertía en una especie de danza íntima a la que uno no veía el momento de ponerle fin.
El resto de la tarde me lo había reservado egoístamente para hacer bodyboard en la playa de El Circo. Al fin y al cabo, aquel pico era el responsable de que estuviésemos allí y de que, años atrás, mi primo y yo descubrieramos aquellos barrios pesqueros al norte de la isla, invisibles para casi todos a excepción de surfistas locales y oriundos de la zona. A día de hoy, pocas cosas en el mundo me siguen haciendo tan feliz como bajar esa imponente derecha escondida entre casas y plataneras. Y aunque en los últimos tiempos, el hecho de no vivir en la isla y poder surfearla solo una o dos veces al año haga que cada sesión se convierta en la toma de contacto de un próximo baño que rara vez llega a producirse, esa tarde las condiciones habían sido buenas y me contentaba saber que, a pesar de haber perdido buena parte de la maña acumulada en el pasado para realizar alguna que otra maniobra aérea, aún era capaz de bajar por sus olas más grandes sin amedrentarme lo más mínimo y disfrutar tanto de su derecha a prone como de su izquierda a dropknee.
Mientras enjuagaba el neopreno en agua dulce dentro de la pila junto al tendal, intentaba reconstruir mentalmente la mejor ola de aquella sesión, poniendo atención en cada movimiento y pensando en cómo lo haría mejor la próxima vez -que sería, con suerte, en Navidad- . Entonces, sonó el primer grito. Un “¡no puedo más!” que resonó sobre el repetitivo estruendo marino, recorriendo todas las callejuelas de la vecindad hasta perderse entre el tráfico de la Carretera del Norte. A rebufo de aquellas palabras vino El Silencio, paralizando por un instante hasta el salvaje vaivén del océano e inundando el ánimo en una calma chicha. Luego, todo siguió como si nada. ¿Realmente había escuchado algo? Seguro que eran chiquillos de la zona. Además, si hubiera alguien en peligro ya habrían dado la voz de alarma. “¡Socorro!”
Entré en la casa huyendo del segundo grito, directo a cambiarme de camiseta guiado por un impulso de normalidad forzada tan inútil como ese acto reflejo que nos cierra los ojos cuando algo fatal está a punto de ocurrirnos.
Con ayuda de las manos, hundí la cabeza en el interior de la prenda encogiendo el cuello mientras estiraba en sentido contrario los brazos asidos a ella. Fue en ese momento cuando caí en la cuenta de lo que estaba a punto de pasar. Aquel día no acabaría ya de la forma prevista ni la tarde iría según lo planeado. Así que cogí las llaves y bajé corriendo los tres pisos de escaleras hasta la calle. La vecina de enfrente fue la primera en decirlo: ¡El muchacho se está ahogando! Y como si el susodicho la hubiera escuchado, o por si quedaba alguna duda, él mismo se encargó de confirmarlo gritando por tercera vez y a pleno pulmón: ¡Me voy a ahogar!
Corrimos hacia el bar, la clientela se amontonaba ya junto a las escaleras que bajaban a la roca. Me acerque hasta Marina, que me señaló aquel punto negro a merced de la corriente agitándose entre el oleaje. Era un muchacho haciendo pesca submarina al que las fuertes olas le habían desenganchado y alejado de su boya de seguridad.
Al borde de uno de los laterales de la baja rocosa, otro chico con traje de buzo se disponía a entrar al agua equipado con aletas, cuerda y una linterna. ¡Aguanta! Tú puedes -gritó alguien desde la terraza- ya van a por ti. En seguida, otro chaval al que ya conocía por vivir en la casa de enfrente dijo “voy a por el bugui”. Corrí tras él para hacer lo mismo sin saber muy bien por qué. Pero en aquel momento, cualquier cosa parecía más útil que quedarse allí mirando. Cogí mi tabla y el bañador que me quedaba seco y me reuní con él en las escaleras del bar.
La noche no se hacía esperar y la oscuridad comenzaba a llenarlo todo. A lo lejos solo se veía la luz de la linterna del buzo que había acudido a la llamada de socorro, agitándose de un lado a otro en su búsqueda. Había pasada tiempo desde el último grito y el nerviosismo entre los que observábamos había mutado en un silencio que solo nuestro vecino del bugui se atrevía a interrumpir. Se lo he dicho un montón de veces, ahí no se puede pescar solo, ¡y menos de noche! Esas aletas te enduermen los pies y te hundes.
No había caído hasta ese momento en que allí se conocían todos. Para Marina y para mi -al igual que para el resto de extraños que estaban en el bar- aquello solo era un imprevisto que podía convertirse en un mal recuerdo o en una interesante anécdota, dependiendo del desenlace. Pero para el resto de vecinos, aquel punto negro en mitad del oleaje era un conocido, un amigo o un ser querido del que pronto podrían estar tratando de recordar cuándo fue la última vez que lo vieron antes de echarse al agua. Con el tiempo les costaría cada vez más recordar nítidamente su cara o su voz. Y para no olvidarlo del todo -o para recordarlo como siempre se recuerda a quienes se van antes que nosotros- alguien se encargaría de colocar una cruz con su nombre y alguna foto en el lugar desde el que se tiró al mar ese día sin saber lo que le esperaba. Luego, en fechas especiales como su cumpleaños o el aniversario de lo ocurrido, irían a ponerle flores, encenderle velas y estar un rato allí, contándole las novedades del barrio y de las personas que le siguen echando de menos pero que aún no pueden irse con él porque se sienten obligadas a rellenar el tiempo que les queda aquí.
Todo aquello se me venía a la cabeza mientras el chaval seguía hablando. Yo le miraba, pero hacía rato que no le escuchaba. Fue al ponerme sus aletas en la mano cuando volví a oírle mientras me decía “yo no puedo entrar, tío, pero si quieres te doy mis aletas, entra por allí y rodea la piedra, hazme caso que yo soy de aquí, pero yo no puedo entrar”.
La sola idea de tirarme al agua de noche me aterraba, por supuesto que yo tampoco podía entrar, pero quizás el hecho de haberme quitado los pantalones y ponerme el bañador mientras él hablaba, le había dado una impresión errónea de mis intenciones. La verdad es que yo tampoco sabía por qué lo había hecho, pero desde luego que no había sido para tirarme voluntariamente al agua.
Miré hacia arriba, hacia Marina, que se había dado cuenta de todo y me clavaba los ojos mientras sentenciaba “Alejandro, ni se te ocurra entrar ahí, no van a sacar a dos en vez de a uno”. Aquel argumento matemático tan simple como incontestable bastó para sacarme de encima cualquier tipo de presión. Sin embargo, la sensación de impotencia al pensar que lo único que podíamos hacer era esperar a ver qué pasaba, me hizo responderle. ¿Pero alguien ha llamado a Emergencias? ¿Va a venir alguien a sacarles? Sí -contestaron atrás-, la dueña del bar ya ha avisado a la policía.
En mi cabeza resonaba la frase de Albert Camus en ‘El Hombre Rebelde’: “La rebeldía nace del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible”. Si era eso en lo que creía, quizás sí que debería haber saltado al agua con el bugui y las aletas, rodear la roca y ver qué pasaba. Al fin y al cabo, era una acción tan absurda como la de esperar allí inmóvil a que el segundo buzo volviera a la orilla arrastrando un muerto. Pero no lo hice. Nadie lo hizo.
Ahora la oscuridad era total, en el mar solo se veía la agitada luz del candidato a héroe local. En tierra firme, los faros azules de un coche de la Guardia Civil bajaban zigzagueando desde lo lejos hasta la orilla de la playa. “¿Y ahora qué?”, pensé.
La llegada de aquella patrulla no aportaba nada a la situación de los chicos. Dos agentes uniformados y desplazados hasta allí en coche patrulla solo podrían certificar la hora de la muerte y recoger declaraciones de los testigos una vez que todo acabara. Pero desde luego, no aumentaban las posibilidades de éxito del rescate en curso.
La luz del buzo había comenzado a abrirse paso entre las olas, emprendiendo por fin el camino de vuelta. Aún era pronto para saber nada sobre el estado del muchacho, y cada brazada que los acercaba a la orilla, alimentaba la tensión y la incertidumbre general. Primero se confirmó que no volvía solo. Un instante después, que una de las dos personas avanzaba amarrada a la otra por una cuerda que los unía por las muñecas. La segunda figura flotaba inmóvil, bocabajo, y un tubo corto le asomaba por un lado de la cabeza. Un leve movimiento de aletas confirmó que seguía vivo y el ambiente comenzó a relajarse. Marina y yo nos miramos sin hablar.
La pareja de guardias civiles les iluminó con sus potentes linternas ayudándoles a encontrar el camino de vuelta para salir del agua y subir entre las rocas. Nadie aplaudió ni hubo vítores, tan solo una sensación de alivio y vuelta a la normalidad.
Poco a poco, la gente retomaba la velada donde la habían dejado antes del incidente. Sin embargo, muchos comensales ya no pudieron terminar su cena y pasaron directamente a la sobremesa.
Nosotros, que originalmente habíamos pensado en tomar una copa antes de subir a preparar la cena, pedimos la ginebra más cara que había y nos la bebimos despacio, sin saber qué había pasado después con aquellos buzos, nuestro vecino el del bugui o la pareja de la Guardia Civil. Después nos fuimos a casa, cenamos y volvimos a mirar durante un rato las estrellas apurando nuestra última cerveza antes de irnos a la cama y hacer el amor. Recuerdo que nos dormimos pensando en que mañana solo se hablaría de una cosa en aquel pequeño barrio construido sobre un istmo que une la isla de Gran Canaria con la vez que estuvimos a punto de escuchar morir a un hombre.