las mejillas parecían dotarle de un color al rostro. Apenas se
escuchaba la respiración ya entrecortada. Como un bufido, absorbía el
aire, con suma dificultad. La boquita abierta, con los labios finos
como el pergamino, agrietados y en los que se posaban unas pequeñas
costras de color ciruela. Me detuve un momento, y observé cómo su
nariz iba destilando un fluido amarillento, purulento, con un olor acre.
El tiempo parecía detenerse entre las paredes de la habitación. Nada
hacía presagiar que llegaría este momento, cuando días antes
revoloteaba y gateaba sin cesar. La temperatura empezaba a abandonar
el cuerpo. Lo notaba cada vez más templado, como si una brisa
imaginaria soplara a su alrededor. No, no era eso, era el proceso, que
estaba comenzando, inexorablemente…
Los ojos estrábicos se movían sin poder fijar la mirada. Tan pequeño,
tan delicado. Me quedé mirando el lecho donde se encontraba ese
saquito de huesos, que apenas podía contener el aliento. No quise
imaginar el final, a pesar de estar contemplando, horrorizada, una
imagen que difícilmente podría olvidar…
Del corte del brazo salía, como una espita, la sangre a borbotones.
Había empapado la sábana, se iba marchando. Con cada gota que salía
era un paso más hacia el fin. Como si fuera un lienzo, la impronta de
su sangre iba dejando una estela de vida… un inmenso desasosiego me
inundó el ánimo.
No pude, por menos, que suspirar, y dejar que mis lágrimas fueran
aflorando en mi mirada. Una de ellas, cayó y acarició su manita, esa
manita que apenas podía ya moverse… y que, entre espasmos, iba
dibujando círculos imaginarios, intentando alcanzar la luz… una luz
invisible, una visión desoladora, mientras la lluvia golpeaba los
cristales, como pequeños fragmentos transparentes.
Si no hubiera salido a la verja, esto no hubiera ocurrido, no se
hubiera cortado. Un niño a punto de abandonar la vida. Pensé que no
podría recordarlo. Sólo un daguerrotipo me podría consolar. Esa imagen
postmortem me serviría de consuelo, parecería vivo, mi muñequito. Hay
que prepararlo con sus mejores galas. Cuando me dispuse a vestirlo,
una mano se posó en mi hombro. Me dijo: -la muerte no es más que un
recuerdo. Y, así, poco a poco, lo vi expirar con los últimos
estertores, mientras se le iban ya formando pequeñas manchas en la
piel, dando paso a los futuros insectos, a la fauna cadavérica,
mientras el fotógrafo se disponía a disparar la cámara que lo haría
inmortal.