Aquella noche al afeitarme vi el rostro de otro hombre en el espejo. No era mi cara, sino la de un tipo rubio con las cejas gruesas. Apagué la luz asustado, y al volverla a encender, allí estaba él de nuevo, con esa siniestra cara mirándome fijamente desde lo más profundo de sus ojos azules. Salí corriendo del baño y abrí la puerta del armario. Al mirarme en el espejo de cuerpo entero descubrí que aquel individuo, además, era mucho más bajo que yo, un metro sesenta y cinco. Me toqué la barbilla y él, de manera sincronizada, repitió mi gesto. Grité y vi cómo abría mucho la boca antes de llevarse las manos los oídos para amortiguar el graznido que salía de mi garganta. Salí corriendo a la calle y cogí un taxi. Al verme en el retrovisor él me estaba de nuevo mirando de nuevo, con una sonrisa retadora. Intenté tocar su rostro, pero vi cómo mis manos salían del espejo. En realidad, yo soy el reflejo, el reflejo de un desconocido.