La mujer durmió para siempre con el cuello destrozado de frutas y amargores añejos. Como un vino ensombrecido le caía la sangre sobre el pecho. Afuera de su cuarto, el pueblo dormía su sensación de lápida. Nadie iría a decir nada por mucho tiempo. Es que los secretos pueden ser como tesoros guardados. Cada uno tendrá para sí el Santo Grial de las verdades y, sin embargo, en un momento, adentro del cuerpo empieza a pudrirse lo escondido y las moscas de las palabras descompuestas abren la boca de cada uno. Entonces ya es muy tarde, todos anduvieron por ahí, hediendo lo silenciado. Goteando un líquido espeso que marcó las veredas con lo oculto.
La noche mostraba las tetas al verano y la ventana del cuarto estaba abierta. Solo el rumor tímido de los grillos con su repertorio caluroso entraba a la casa. La hija de la mujer muerta se preguntó si su madre habría de necesitar algo antes de dormir. Cuando entró al cuarto, la vieja había dejado caer su última gota de sangre sobre la obscenidad de su camisón abierto. Quizá una gota más hizo el sonido de un tambor sobre el piso de madera.
Desde la otra cuadra dormida oyeron el grito de la hija que rasgó el velo del desinterés. Aún con los ojos en llanto y empollando perplejidad, la hija vio una silueta joven en el patio, huyendo de la ventana hacia la entregada noche.
La luna era enorme y parecía una perla antigua, ahorcada, colgando sobre el mundo.