Hoy era mi último día en el bar, lo sabía, ninguno había durado tanto como yo, 5 meses, luego de dos o tres meses los despedían para “conservar la exclusiva atención que se le brinda a los clientes”; en otras palabras se volvía demasiado caro pagarles o el entusiasmo y excelencia que se le pone a un trabajo una vez que se ha conseguido estabilidad no es el mismo que al principio. De igual manera, hoy era mi última noche, lo había sentido muchas noches anteriormente pero hoy con mayor ímpetu que antes, la oscuridad de la noche que me acompañaba antes ya no estaba presente, era mas bien el vacío lo que me seguía, el vacío de las mesas de madera, las pequeñas luces que colgaban del techo, la barra, las sillas, los ladrillos derruidos en las paredes y el piso estilo ajedrez que , si bien estaba “limpio”, parecía que con su mugre percudida ocultase historias que hace mucho tiempo nadie contaba. Fui a dejar dos cajas vacías de botellas al sótano y después volví para terminar de limpiar e irme a mi casa, pero cuando subí las escaleras noté que la gran cortina bordó de la entrada, estaba completamente cerrada y yo no recordaba haberlo hecho en ningún momento, no le di (lamentablemente) mucha importancia. Seguí limpiando la barra, era lo único que me faltaba, pero sentí el rechinar de la puerta de entrada como si alguien la hubiera abierto, fui decidido hasta ella y traté de abrirla pero para sorpresa mía estaba cerrada, desde afuera. Busqué en mi mochila la llave, sabiendo ya que lo que intentaba hacer era inútil, busqué y busqué pero en ningún lado estaba, seguí buscando pero ahora mi celular para llamar a Cintia, la encargada de la mañana, para ver si ella podía venir a abrirme, pero mi celular tampoco encontré. En ese momento, un escalofrío recorrió mi cuerpo durante varios segundos, no muchos, pero la intensidad lo compensó. Me erguí y vi por el rabillo del ojo, en las columnas, una persona pasar rápidamente; no pensé nada más ni giré para ver, comencé a correr al sótano, bajé, cerré la puerta, la trabé y me senté en una esquina. Miraba mi reloj a cada momento chequeando la hora…una hora, dos horas, tres horas, media hora, quince minutos, nada. Me desperté, adolorido, con la marca del piso en mi espalda, sin ver nada, me levanté de un sacudón pero mi cabeza golpeó contra el techo que parecía haberse encogido en la noche. Cuando mi vista me permitió ver un poco más allá, vi a Cintia y un cálido alivio recorrió mi cuerpo, ella estaba muy distante incluso algo nos separaba, una especie de vidrio transparente. Yo comencé a gritarle pero mis propios gritos retumbaban solamente donde yo estaba. Desde esa noche espero que llegue mi turno, alargando la agonía y consumiendo mis esperanzas con cada “día que pasa”…ahora ya sé porque el bar tiene la mejor carne de la ciudad.