Usted sabe bien que el señor Vidal vive sólo, un piso más abajo del suyo: desde la ventana de la habitación, la mesa de su sala resulta bien visible. El señor Vidal es un anciano de cabellera nívea, muy alto, ágil, corpulento, siempre afeitado con pulcritud, con facciones que revelan un intelecto penetrante. Habla con un discreto acento extranjero.
Tiene un pasatiempo singular. A las nueve en punto, cada noche, ordena, sobre un paño verde que coloca en la mesa, media decena de cuchillos. Siempre cinco, ni más, ni menos; luego, saca una tabla de madera, una vieja piedra de amolar (de esas llamadas “de agua”, que ya no se consiguen), y se dedica a afilarlos con minucioso fervor, con infinita paciencia y escrupulosidad, con movimientos lentos, medidos y acompasados. Empeña largos minutos en cada uno, y al final los prueba, para lo cual emplea una hoja de papel. Si no queda satisfecho, repite todo el proceso una y otra vez, sin cansarse. Concluye pasando ligeramente la yema de su pulgar por el filo, y luego se queda observándola con atención: se adivina que espera la formación de una lenta gota de sangre.
Cuando acaba, guarda todos los cuchillos, excepto uno, elegido al parecer al azar.
Si advierte que usted lo ha estado observando, como ha ocurrido en más de una ocasión, sonríe y saluda con un frugal gesto de su mano. Es en verdad un viejo amable y gentil (aunque no precisamente locuaz), digan lo que digan las murmuraciones estúpidas y las maledicencias de algunos vecinos.
No todas las noches, pero si con frecuencia, lo escucha salir a la calle, ya muy tarde, y regresar de madrugada. El estruendo de la reja de acero de la entrada del edificio lo delata. Una vez se cruzó con él en las escaleras, retornando de una de esas expediciones nocturnas. Parecía cansado y atónito, aunque recobró rápidamente la compostura.
Esta noche usted lo vio terminar temprano con su juego, tras afilar uno sólo de los cuchillos, apagar la luz y retirarse. Nunca antes había hecho algo así. Y lamentó en verdad verse privado tan pronto de aquel espectáculo. Como no tenía otra cosa que hacer, se hundió en su butaca e intentó leer, aunque terminó por adormilarse.
Lo despertó la vivida sensación de que alguien se encontraba de pie a sus espaldas, y el frio del filo en su cuello.