Laura llevaba la manicura perfecta. Un brillo que nunca oscurecía. Un tono ideal; el rojo, su color favorito. Una cutícula impecable. Y la distancia idónea entre el dedo y el final de la uña; tres milímetros, como aconsejan las mejores esteticistas. Una envidia de uñas. Aportando una elegancia que ya quisieran muchas manos.
Aquella mañana, mientras se acercaba la taza de café a la boca, observó con pánico como en su dedo pulgar de la mano derecha un trozo de pellejo seco se levantaba de la piel cercana a la uña. Antes de empezar a llorar, la taza ya estaba hecha añicos en el suelo.
En pijama y alpargatas bajó al salón de belleza para que le arreglaran semejante desastre. La esteticista le dijo que no se preocupara y que si le daba tanto miedo que no mirara. Laura giró la cabeza y con los ojos empapados, los cerró.
- Con un cortecito lo tenemos solucionado.
Cortó. Y el pellejo volvió a separarse de la piel. Aunque era algo raro, la esteticista no se inmutó, y con la pericia de un cirujano, cortó de nuevo el trocito de piel rebelde, esta vez acercando con mayor precisión la tijera al límite entre la piel muerta y la piel viva. Sin embargo, el pellejo se separó. Otra vez.
- ¿Qué pasa? ¿Por qué tardas tanto? – preguntó Laura sollozando.
- Tranquila, enseguida terminamos – respondió con nervios la sorprendida esteticista.
Ante el asombroso hecho, no dudó en seguir cortando, pero cuando se quiso dar cuenta el pellejo le llegaba a la muñeca. Mientras tanto, Laura, seguía llorando.
Así que, como quien descubre un hilo enterrado y tira de él para ver donde le lleva, la esteticista comenzó a tirar del pellejo con la malsana curiosidad de desvelar el misterio de aquel padrastro.
Tiró, tiró y tiró. Muy despacio, el pellejo pasó por el brazo, llegó al hombro, y siguió tirando. Se desvió por el cuello, y ya en la cara; después de atravesar boca y nariz, y tras el último tirón, terminó en el ojo derecho.
Laura abrió los ojos, y aquellas lágrimas ya eran de sangre.