Me encontraba tendido en la cama, leyendo un libro. Debían de ser alrededor de las cuatro de la mañana, y entre lo avanzado de la hora, la escasa iluminación que me proporcionaba la lámpara de la mesilla y el calor de la ropa de la cama que me inducía a estirarme del todo y a abandonarme al descanso, me debatía entre el interés por la lectura y la somnolencia. En el cuadro levemente iluminado del estudio de cuarenta metros cuadrados en el que me hallaba me pareció que atravesaba, precipitadamente, una sombra, una inesperada mancha de luz. Los ojos se me fueron a la vidriera que coronaba la puerta de entrada. Me quedé mirando sugestionado el cristal de la puerta, esperando ver algo… Hasta que vi una cara, siniestra, amenazadora… Una cara siniestra y amenazadora que me sonreía de un modo pavoroso desde el otro lado del cristal.
La imagen se borró y, absorto, me quedé a la espera de volver a verla, cuando me pareció sentir algo de ruido y tuve la impresión de que alguien manipulaba la cerradura y vi cómo la manilla de la puerta se movía arriba y abajo. Paralizado de miedo me quedé vigilando la puerta hasta que esta se abrió. La misma cara y el cuerpo de un hombre de mediana estatura, con el pelo largo, barba, una sonrisa desagradable y un cuchillo. Vi aproximarse hacía mí el cuchillo y aquella cara siniestra y amenazadora deformada por la sonrisa inmunda. Creo recordar que se me ataba de pies y manos a la cama, para desvanecerme después en un fundido en negro hacia la oscuridad y el abismo de la desmemoria.
Cuando me desperté, no sabría decir cuánto tiempo después, la luz del día había invadido la estancia. Los nudos que habían atado mis extremidades estaban sueltos. Me daba miedo moverme pensando en lo que pudiera haber pasado, y me mantuve así durante un tiempo que podría haber durado un minuto o una hora. Al levantarme no sentí nada hasta que pisé un charco de sangre. Me palpé el cuerpo buscando cortes y no encontré ninguno. Me enfrenté al espejo con idéntico resultado. Por alguna razón que no alcanzo a explicarme sonreí de aquella manera inmunda frente a mi imagen ilesa.
Recorrí el estudio y encontré más restos de sangre y hasta una pintada en la pared con la palabra «escoria» escrita en rojo, en sangre. Tropecé con alguna silla caída, libros tirados manchados de rojo. La nevera estaba abierta y su contenido esparcido por el suelo, pisoteado, derramado, roto.
Me senté a la mesa de la cocina, impoluta entre tanta sangría, desorden y suciedad, y sobre el tablero me encontré una resplandeciente bolsa de gominolas, variadas, llamativas, tentadoras. Se me ocurren pocas tentaciones más indomables que una bolsa de gominolas. Me quedé mirando el nudo que cerraba la bolsa, sin llegar apenas a preguntarme qué hacía allí, aquella bolsa, solo aquel nudo, que me separaba de un mundo y del otro.