El inocente niño se refugió en su cama. Todas las noches esperaba ver si el monstruo aparecería
en su cuarto o no. Observó la hendija de la puerta. Había aprendido a distinguir los pasos del
monstruo de los de su padrastro. Eran idénticos… casi idénticos. El monstruo también tenía sus
habilidades. De día se mimetizaba con la familia y los vecinos. Era realmente encantador. De noche
su voraz apetito por la carne tierna lo hacía desprenderse de su disfraz humano. El niño, atento a
la puerta, busco calma en sus pensamientos felices. Había aprendido a esconderse allí para ocultar
sus miedos. De pronto, ¡el monstruo! Se acercó y lentamente comenzó a abrir la puerta. El niño
se congeló. La horrorosa criatura avanzó. Tenía unas garras gigantes y frías con un anillo de metal
en sus dedos. Su cabeza era como la del lagarto del documental que el pequeño había visto en la
televisión, documental que le trajo pesadillas varias noches seguidas. Sus piernas eran
asquerosamente peludas. Entonces, justo en el borde de la cama, frente al pálido niño, la bestia
abrió su grotesca boca con sus afilados colmillos, y como una serpiente traga un huevo, así
empezó a tragarse al indefenso chico. Empezó por los pies. Amaba comenzar por allí. Nuestro
héroe, sin escape, perdió la mirada en la pared, y se dispuso a ser tragado, sí, pero por última vez.
Valiente, decidió enfrentar al monstruo al día siguiente. Probablemente perdería la batalla y a
algunos de su familia, pero lo intentaría. Por supuesto el “mañana” aún estaba muy lejos. La
noche recién comenzaba.