Difícilmente el muerto inspiraba angustia o desazón. Posaba inmóvil dentro de su cofre de madera bajo el sol del atardecer, sobre un pasto frondoso rodeado por pinos e interminables tumbas, aguardando las visitas de su funeral. Aunque la luz del día no lograba atravesar el ataúd, el muerto era extrañamente consciente de los sonidos a su alrededor, como si en vida los percibiera, pero con una agudeza auditiva envidiable. Escuchaba los grillos a un kilómetro de distancia, los autos transitando por una carretera lejana, la brisa que golpeaba su cajón con timidez. Nadie ni nada parecía quebrantar el monótono deambular de tales sonidos. Pasaban los minutos y luego las horas, el día se oscurecía y los visitantes aún no llegaban, lo que mantenía al muerto sumamente ansioso y atento, incapaz de expresar su ansiedad gracias a la rigidez de su cuerpo embalsamado. Sentía el calor del sol apagándose desde el horizonte y, cuando el último rayo de luz desapareció, el muerto transformó su ansiedad en depresión, sin que sus ojos putrefactos permitieran derramar lágrimas. La frialdad de la noche se apoderó del cajón, los sonidos lejanos disminuyeron poco a poco y la brisa dejó de soplar. El silencio se hizo constante durante un par de horas más y las emociones del muerto se vaciaron. Una brisa vaga y ligera sonó por entre los pinos, como la de un demonio despertando. El muerto escuchó pisadas lentas que rozaban el pasto y rompían ramas. Oía un pie tras otro, con un par de segundos de distancia entre sus pasos, cada vez más nítidos, aproximándose lentamente al cajón. La ansiedad del muerto se renovó con vigorosidad a medida que lograba distinguir otros sonidos. Al elevarse cada pie, los huesos de esas articulaciones colapsaban entre sí como una campana de viento de bambú. A unos metros del cofre, las pisadas y el quiebre de ramas cobraban una energía espantosa. Los sonidos se detuvieron por completo dejando un vacío instantáneo e incierto. Varios minutos pasaron, luego un par de horas, y el silencio continuó. El frio y la calma de la noche invadían el cofre y al solitario muerto. Un objeto macizo generó golpes repentinos sobre el cajón, con una energía insaciable. En poco tiempo, lograron quebrar la tapa del ataúd justo por encima de la cara del muerto, permitiéndole entrever la poca luz del amanecer que se hacía presente a través de un gran hueco. El muerto contempló la cara esquelética de un visitante que lo miraba fijamente, con ensueño, cubriendo gran parte del oscuro cielo. Sus ojos negros y grandes eran tapados por la sombra que dejaba su espalda ante el único rayo de sol presente. El muerto observó al extraño ser mientras éste acercaba su mano huesuda a través del hueco. Dos de sus dedos cerraron poco a poco los párpados del muerto. Luego, el visitante apartó su cara del ataúd, se marchó por completo y el muerto finalmente descansó en paz.