Jugaba al escondite con nosotros. Nos decía: «¡Corred!», y lo hacíamos. Lo más rápido que podíamos, lo más lejos posible.
Primero iba a por los más pequeños. Eran los más fáciles: paralizados por el terror, temblando como cervatillos en una carretera, llamaban llorando a mamá; a gritos, a papá. No entendían nada y para cuando lo hacían, ya era demasiado tarde. En el ominoso silencio de la mansión podíamos escuchar los chasquidos de la carne devorada, el crujido de los huesos triturados, la sangre salpicando el suelo de milenaria piedra.
Comía rápido, pues estaba hambriento, pero una vez saciado su primer impulso se permitía demorarse un poco más con el resto; jugar, divertirse. Disfrutar. De estos desgraciados sajaba su carne con delicadeza, mordisqueando con complacencia hasta el último jirón, y roía los huesos hasta sorber ruidosamente su tuétano. Por encima de cualquier otra parte, adoraba los ojos; eran su debilidad. Lamía con deleite la oleaginosa capa de ambas córneas, rebosantes de lágrimas, pues en ese punto todavía estaban vivos. A continuación extraía, primero uno, después otro, los globos oculares y se dedicaba a mascarlos sin prisa, pasándoselos de un carrillo a otro mientras paladeaba la esclera y esperaba a que los gritos se diluyeran en un ronco susurro. Cuando así ocurría, y el silencio volvía a reclamar su lugar, lo devoraba por entero.
Finalmente, venía a por mí. Si tenía suerte, no lograba encontrarme hasta que el alba rompía la noche, llevándose con ella la maldición y, por ende, mi aciago destino. Si tenía suerte, papá me estrechaba aliviado entre sus brazos, retirado el monstruo, un día más, al abismo de la parte oscura de su alma.
Si tenía suerte, tal vez pasara un tiempo hasta que el hambre le obligara a pedirme, una vez más, que saliera a buscar más niños…