Qué ocurrió, para que la señora F., mujer sólida, inteligente, afable, amable, cordial, profesional destacada, amorosa madre de tres hijos, vecina agradable, amiga inseparable, militante político de convicciones envidiables, sufriera un quebranto mental total, al punto tal que no pudo articular palabra en más de tres semanas, de verse forzados los médicos a alimentarla por sonda, de agotar todos los exámenes conocidos en los anales de la medicina, era lo que sus familiares más cercanos, colegas, amigos y vecinos ansiosamente deseaban saber.
El enigma los persiguió a partir de las 14.17 de la tarde del doce de marzo del presente año, en que su esposo, el señor F., llamó a Emergencias en un arrebato de pánico, informando que su esposa había sufrido un desmayo y no respondía a sus interpelaciones.
El misterio se profundizó en las horas y días subsiguientes. Físicamente hablando, la señora F. estaba bien. No sufría de contusiones cerebrales, ni derrames, ni tumores, ni aneurismas, ni enfermedades neurológicas degenerativas, ni ningún otro cuadro clínico. Sin embargo, estaba catatónica, privada del habla, totalmente ida del mundo.
La conclusión mayoritaria consistía en que había sufrido un impacto nervioso de magnitud inconcebible, y a los fines desentrañar el misterio, el señor F. fue minuciosamente interrogado sobre las actividades, expresiones, opiniones vertidas por la señora F. con anterioridad al episodio.
A pesar de ello, su marido, un hombre de cuarenta y dos años, serio, sereno, tenaz, inteligente, profesional encumbrado al igual que ella, no supo producir ninguna información de relevancia. Había encontrado a su esposa tendida en el suelo, inerme, al pie de la cama matrimonial. Nada estaba en desorden ni se notaban señales de perturbación de ninguna clase.
De haber sido factible interrogarla, la señora F. hubiera respondido:
Que a las 14.11 de la tarde del doce de marzo regresó apresuradamente a su casa, habiendo olvidado los planos del nuevo centro cultural que diseñaba.
Que entró por la puerta trasera, dado que había olvidado las llaves de la principal.
Que en su prisa, no prestó atención a nada más en el camino. La casa debía estar vacía.
Que se dirigió directamente a la alcoba matrimonial. Específicamente, hacia la mesa de luz en cuyo cajón guardaba los planos celosamente.
Que abrió la puerta intempestivamente, y se paralizó.
Que, sorprendido, avergonzado, asustado, enfurecido, le devolvió la mirada el señor F., capturado en un acto indigno, sentado en el borde de la cama con la computadora en su regazo.
Que las imágenes en su computadora se metieron en sus pupilas y no pudo borrarlas, tampoco el señor F. atinó a cerrar la pantalla a tiempo.
Vio niños en poses sexuales, niños con adultos, niños con otros niños, y a su esposo, al señor F., con los pantalones bajos, en pleno acto indigno, y sin mayores dilaciones se desplomó, exánime, en el suelo, al pie de la cama.
Pero el interrogatorio no fue posible, y el misterio no se ha resuelto al día de hoy.