De madrugada Ángel se despertó escuchando un llanto. Se levantó y sintió un escalofrío al tocar con sus pies descalzos el suelo de tierra. Pensó que podría ser su madre con otro ataque de angustia de los que le solía tener desde que Blanquita había desaparecido. Ángel sentía una culpa que le roía el alma, pues su hermana había desaparecido bajo su cuidado, esa tarde en que sopló el viento Zonda.
Despacio, se dirigió hacia la parte delantera de la casa, cada dependencia daba al patio. En el dormitorio de sus padres, apoyó su oreja sobre la puerta y no escucho nada. La noche estaba helada. Volvió a escuchar el llanto. Pensó que quizás la madre estaría en la cocina, pero no. El habitáculo oscuro, resaltaba un color rojizo alrededor de la puerta de la cocina a leña aún prendida. Ángel sintió la tibieza del lugar, encendió una vela y se quedó allí un rato.
El silencio volvió a interrumpirse con el mismo llanto. Venía de la calle, creyó que podría ser un gatito, sería buena idea dárselo a su hermano. Tomó un trapo de la cocina para envolver al animal, abrió la puerta de la casa y ahí estaba: sucia, con la ropa hecha hilachas, casi dos meses después: Blanquita.
Cuando la nena lo vio dejó de llorar. Ángel tuvo el impulso de abrazarla pero se frenó en el mismo momento en que ella dejó de llorar y comenzó a reír. No era la risa de una niña. Era una risa áspera de anciana. Ángel quedó paralizado del miedo. El tiempo se detuvo. Su tórax no se movía, porque el aire dejó de entrar en sus pulmones, las venas no latían porque la sangre dejó de moverse.
Blanquita reía, y mientras lo hacía, se le iban cayendo los dientes de la boca. Levantó sus manos y le dijo:
—Upa.
Los músculos tensos del muchacho no respondían. El sonido no le salía, el grito contenido no podía escapar. El olor del miedo, la presa por ser cazada. Los dientes le castañeaban unos con otros. Comenzó a temblar.
Una mano fría lo tomo del brazo, lo tiró para atrás y cerró de un portazo.
Era su abuela. Lo llevó a la cocina, se puso el dedo índice sobre los labios en señal de silencio y se sentaron en el suelo. Lo abrazó fuerte hasta que dejó de temblar. La vieja se asomó por la ventana. Volvió a sentarse en el suelo. Ángel interpretó que ese ser seguía ahí.
Luego se apartó del niño, sacó unas piedras, las puso en sus manos y muy bajito rezó en un idioma extraño. Después de un buen rato, volvió a asomarse por la ventana y haciendo un gesto de aprobación, tomó a su nieto, le acarició la cabeza, hasta calmarlo y, casi dormido, lo condujo hasta su cama.
Haciendo sonar las piedras en el bolsillo del saco, y canturreando bajito, la vieja abrió la puerta de calle y se perdió en la oscuridad.