Todo comenzó una noche lluviosa hace cuatro días. Me dirigía tiritando a la cocina para tomar un analgésico que aliviara los síntomas de mi gripe, cuando escuché ruidos en el rellano. A través de la mirilla vi como dos figuras, cubiertas con largos abrigos, entraban en el desocupado apartamento de enfrente. La más menuda empujaba un antiguo cochecito de bebé.
A la mañana siguiente, un estridente llanto infantil interrumpió bruscamente mi sueño, amplificando el dolor de mi cabeza que ardía con fiebre. Persistió tan desagradable sonido hasta que al mediodía llegó Antonio, el irascible inquilino del apartamento pegado al de los recién llegados, que aporreó su puerta sin miramientos. Al poco rato el desconsolado lloro cesó y pude descansar hasta el ocaso del día siguiente. Entonces regresó con fuerzas renovadas.
Mientras, incapaz de dormir, me revolvía en mi cama, mis oídos captaron el sonido de un timbre bajo el escandaloso llanto. Movido por la curiosidad, arrastre mi febril cuerpo hasta la entrada y vi por la mirilla a Rosario, la vecina de al lado, plantada ante la puerta de los nuevos inquilinos. De pronto ésta se abrió, dejando a la vista el pálido rostro de una joven que, tras invitar a pasar a la anciana, lanzó hacia mí una inquietante mirada, como si supiera que espiándole estaba. Me aparté de la mirilla sobresaltado; un escalofrío recorrió mi espalda.
Recuperaba mi pulso su ritmo normal, cuando se hizo el silencio. La gripe y la falta de sueño me tenían agotado así que, aprovechando la calma, me tomé una pastilla y me metí en la cama.
Ese insoportable llanto me ha despertado de nuevo esta mañana. Desquiciado, he decidido que ya basta.
Salgo de mi apartamento para hablar con los recién llegados tan enfurecido como preocupado. ¿Qué clase de padres dejan sufrir a su bebé de tal manera?
Para mi sorpresa me encuentro su puerta abierta. Llamo al timbre… no hay respuesta, sólo el atronador lloro que amenaza con hacer estallar mi cabeza. Decido entrar. Con estupor compruebo que el piso parece deshabitado. No hay platos en la cocina, muebles, nada… Recorro un oscuro pasillo. Al fondo encuentro dos puertas. Una cerrada con llave, la otra, de la que brota un repugnante olor y el persistente lamento, entornada. Empujando el picaporte, me adentro en una tenebrosa estancia. Busco a tientas un interruptor, mientras el ensordecedor llanto castiga mis tímpanos y mis pies tropiezan, resbalan.
Finalmente encuentro la luz y lo que veo me espanta. El suelo es un lienzo rojizo cubierto de huesos, vísceras y plasma. Entre el sangriento amasijo distingo dos calaveras. También jirones de las ropas que Antonio y Rosario llevaban al entrar en la vivienda. Entonces el lloro cesa. Me giro y veo el vetusto cochecito cubierto por una tupida mantilla negra. Temblando, más de miedo que de fiebre, aparto la tela. Para cuando consigo reaccionar al horror que ante mí se desvela, la espantosa criatura ya está clavando en mi cuello sus afilados dientes de sierra.