Ella no era una chica feliz, destino que compartía con otras muchas personas. Vivía en una pequeña habitación de cualquier ciudad y la compartía con su madre. La fortuna tampoco le concedió el don de la belleza, más bien todo lo contrario, la deformidad de su rostro era espantosa, horripilante. Aun siendo joven, delgada y rubia, poseía una boca que era una ranura ancha y torcida como la sonrisa de un payaso de estos que asustan a los niños y uno de sus ojos sobresalía de su órbita mirando para una dirección que nadie conocía, y el otro tenía párpados sellados como el monedero de una anciana roñosa.
Su inteligencia sin embargo fue formidable. Ingresó en la “Academia de los Inventos”. No siguió ahí demasiado tiempo, la abandonó aún no finalizado el primer año. No podía soportar cómo la miraban, cómo se apartaban a su paso, cómo se giraban sus cabecitas de pajarillos felices. Ya estaba acostumbrada a la decepción de su madre, nunca la vio feliz, jamás apreció sonrisa alguna en su rostro materno. Ella sabía que era culpa suya.
Aun así siguió fabricando sus inventos. Me los enseñó. Me los mostró todos porque era su único compañero de desdichas. No puedo decir que fuésemos amigos, ni que la quisiera, pero estaba ahí en su cuartucho. Y en la oscuridad bajo la lumbre de una lámpara de queroseno, me enseñó su mejor logro: el hacha que al ser lanzado nunca fallaba su objetivo.
Salimos al parque otoñal y la luz del sol era propicia para entretenernos lanzando el hacha a los árboles. Aquella diversión duró el tiempo justo para que apareciera un hombre. Alto, vestido de negro, no pude ver sus ojos bajo el sombrero de fieltro pero sí pude ver cómo se relamía sus labios mirándonos a ella y a mí. Arrancó el hacha del tronco y me la mostro mientras desabrochaba el abrigo, lamiéndose los labios.
Abandonar era decisión obvia para ambos, sin embargo huir juntos no lo fue, pero así ocurrió. Atravesamos varios barrios y finalmente dimos con una extraña nave y nos escondimos detrás de su frío cuerpo metálico. Aun así no estábamos a salvo, nadie estaría a salvo mientras él tuviera el arma.
Miré a su único ojo y a su torcida boca que sin duda ahora esbozaba una sonrisa de decisión. El “Lamelabios” nos estaba buscando dentro de la nave, lo sabíamos porque le vimos entrar. A veces lo único que puedes hacer es levantarte de rodillas y entrar en la oscuridad y esto fue lo que hicimos.
Ahí él estaba esperando y no estaba solo. Una trampa fue aquello. Ahí estaba él y otros como él desnudos y preparados. Y únicamente podíamos hacer una cosa… Nos miramos ella y yo, nos desnudamos y nos abrazamos. Todo acabó como acaban todas estas malditas historias. Una mesa fría de la morgue para mí y el fondo lodoso del río cercano para ella.
Solo unos instantes antes de desvanecer supe que la quería.