María lleva horas metida en la cama. Sus enormes ojos azules palpan inquietos la noche. Entre susurros, reza compulsivamente para ahuyentar el miedo que no le deja descansar.
Inesperadamente, suena el lejano tintineo de unas llaves. El demonio está en casa y sube lentamente las escaleras. Ella imagina sus patas de macho cabrío golpeando con fuerza cada peldaño, y oculta el rostro bajo las sábanas.
Un penetrante olor a whisky y tabaco rancio inunda la habitación. Siente una profunda y entrecortada respiración muy cerca. María se zafa en el último momento y corre al salón, gritando desesperadamente. Al otro lado de la pared, su vecina finge estar dormida.
—Ya eres mía.
Resuena un golpe seco, y su cabeza estalla de dolor. Un líquido dulzón comienza a manar de su frente. Usó para golpearla el horrible jarrón que les regaló la tía Claudia el día de su boda. María sonríe amargamente, antes de desmayarse.
No recobra totalmente el conocimiento hasta que la luz de la mañana se filtra por los agujeros de la persiana. Se incorpora confusa, tambaleándose . Él ronca muy cerca. Ya no hay peligro, llegó muy borracho y no se moverá en horas.
En el espejo del lavabo, María descubre un rostro deformado por los golpes, hinchado como una pelota de playa. La sangre reseca forma islotes en su bata de algodón. Abre el agua caliente y se ducha entre lágrimas, acurrucada en posición fetal.
La bestia finalmente resucita, con una enorme resaca. Para entonces, María tiene lista la comida: una sopa caliente que su marido engulle, sin pronunciar palabra. Dormirá luego un rato más antes de volver a salir.
El ciclo se repite durante días, meses, años… No parece tener fin. Pero una mañana de otoño, él despierta entre sudores fríos, retorciéndose de dolor. No puede moverse. La ambulancia llega pronto y el diagnóstico también. Tiene lacerado el estómago y una grave inflamación intestinal. Son las consecuencias de su severo alcoholismo, determinan los médicos. Las consecuencias de toda una vida de excesos.
En el hospital, María sujeta con cariño la mano que tantas veces se alzó contra ella. No la soltará hasta que todo termine.
Después del funeral, sola en casa, se derrumba en el sofá. Estira las piernas sobre la mesa y el florero que la preside se contonea suavemente, como un balancín. Es el jarrón con el que la golpeó brutalmente para luego violarla aquella aciaga noche que decidió no aguantar más. El jarrón de vidrio que silenciosamente fue limando en su base, para que el ingrediente secreto de la sopa fuesen diminutos cristales. Los copos de nieve mortales fueron incrustándose en sus tripas cada tarde de resaca, hasta matarle. Una exquisita venganza tomada a largos sorbos.
Poco a poco, se adormece con la macabra danza del jarrón, desnivelado en su base. Es como un péndulo brillante cuyo movimiento induce un placentero sueño sin pesadillas ni monstruos.