En mi pueblo, hace muchos años, hubo un incendio. Nadie supo dónde ni cómo inició, pero el hecho es que muchas personas murieron porque el fuego los tomó por sorpresa mientras dormían.
Dice mi abuelo que lo despertaron los gritos. Como ellos vivían más bien retirados, encima de una loma, las llamas no los alcanzaron. Toda la familia salió asustada de la pequeña casa y observaron en panorámica cómo la iglesia, la alcaldía, el hospital y todas las casas aledañas ardían.
Mi bisabuelo, campesino de mucho temple, sin dudarlo se puso pantalones y zapatos, y bajó a ver en qué podía ayudar. Mi abuelo, apenas un niño, se le fue detrás. Susurra que tal vez habría sido mejor observar el espectáculo desde la cima de la montaña, porque de cerca, la escena de los cuerpos calcinados, corriendo, gritando y retorciéndose, regresa a veces en sus sueños.
Un día cualquiera, de esos que pasan desapercibidos, me confiesa que una imagen en particular lo atormenta. «Había llegado yo a la plaza, y me quedé pasmado viendo el horror, como si las piernas se me hubieran atornillado al piso. Lo único que podía mover eran los ojitos, recorriendo una y otra vez de lado a lado la plaza, como buscando una señal de que lo que estaba viendo no era real, sino una pesadilla. Entonces, me fijé en un segundo piso que tenía unas ventanas grandes de madera que ardían en llamaradas, y me pareció ver a alguien quemándose adentro. Se me llenaron los ojos de lágrimas porque tenía el cuerpo envuelto en fuego y se retorcía. Recé porque se le acabara la agonía pronto. Pero, el tiempo pasaba y el cuerpo seguía en pie. Conforme los segundos transcurrían, más me parecía que no se retorcía, sino que bailaba, como un mapalé. A lo último comprendí que era un demonio; el pirómano que celebraba la tragedia».
Un hombre se acercó a mi abuelo, lo levantó del suelo y lo alejó de la grotesca escena.
Al otro día, la mitad del pueblo estaba hecho cenizas. Decidieron no reconstruirlo debido a las decenas de personas que habían muerto allí de manera tan trágica. Se declaró campo santo, y después de un tiempo, se volvieron ruinas olvidadas.
«Brujería» musita a ratos de la nada. «Pero el que juega con fuego, se quema. Los invocan y luego se les salen de las manos, como son de traicioneros. Andan por ahí, escondidos en la selva, y de vez en cuando se les aparecen a las personas. ¿No has visto en el periódico que encuentran gente carbonizada en las trochas?».
Mi abuelo a veces camina por ahí con una radio. La abuela dice que está loco, porque desde que la guerrilla tumbó la antena hace varios años, no entra la señal. Él refunfuña y alega que no hace falta. Para probarlo, me trajo a las ruinas y me invitó a sentarme a su lado en un escalón de la iglesia.
Encendió el aparato, y se escuchó un bolero triste.