Desde bien pequeño he sentido una inusual obsesión por los olores, por la enorme cantidad de ellos que nuestro sentido del olfato percibe en el día a día, informes e invisibles, pero siempre presentes. Tengo también la costumbre de ir haciendo diariamente un registro de todos los aromas que capto, para después revisarlos antes de dormir, ver si hay alguno nuevo, de dónde proceden, cuáles se repiten más, etc.
Dicho esto, no es de extrañar que, hace dos noches, mi cuerpo se viese invadido por una terrible inquietud cuando, de la nada, llegó a mí un extraño olor que jamás recordaba haber sentido antes, mientras leía tranquilamente en la cama. Mayor fue mi asombro cuando me percaté de que tal esencia parecía provenir de mi propia casa. De inmediato me dispuse a salir de la cama para tratar de dar con su origen, que parecía ser el salón. Allí estuve aproximadamente dos horas moviendo cada uno de los muebles de lugar y registrando cada armario y cajón hasta acabar completamente exhausto. Finalmente acabé optando por irme a dormir, pero me fue casi imposible lograr conciliar el sueño y, cuando lo conseguí, terribles pesadillas invadidas por monstruosos horrores sin forma me acosaban, adueñándose de mis sentidos, torturando mi cuerpo y deformando mi alma. A partir de entonces se convirtió en costumbre que cada noche me visitara ese intruso para regocijarse a mi costa en lo más profundo de mis fosas nasales, manteniendo su origen como una incógnita sin solución aparente y haciendo de mis noches un absoluto infierno.
Pasadas dos semanas ya sólo quedaba de mí un cadáver de mi antiguo yo, mi cuerpo se había ido demacrando al doble de la velocidad que se marchitaba mi espíritu, la obsesión guiaba mi vida y la dirigía hacia un oscuro pozo sin fondo de eterno dolor. Hice todo cuanto estaba a mi alcance para hacer desaparecer o, al menos, cubrir ese dichoso olor proveniente del mismo infierno, pero nada era suficiente, pues él persistía, se había incrustado en mi hogar y, como el cuervo de Poe, se negaba a marcharse. Finalmente, en un arranque de locura, llegué a verter lejía en el interior de mis fosas nasales, con la intención de atrofiar para siempre mi sentido del olfato. El interior de mi nariz ardía, sentía cómo todo se quemaba mientras mis lágrimas manchadas con mi agonía bañaban el suelo. El olor no se marchó. Por improbable que parezca aún seguía sintiéndolo con la misma intensidad que siempre, ningún aroma llegaba a mí excepto ese.
El gas estaba abierto en la cocina, el suelo y los muebles cubiertos de gasolina, dejo caer una cerilla y observo cómo las llamas lo devoran todo, es entonces, mientras mi piel se derrite y mis músculos se calcinan, mientras mi cuerpo se convierte en cenizas, cuando lo veo, al fin puedo verlo, está frente a mí, y está sonriendo, es la sonrisa más horrible y macabra que jamás he visto, has ganado.