Apoyado en la tapia que protegía los mangos del viento, contemplaba con pereza sacerdotal sus huertos resbalando loma abajo. Una voz, empeñada en andar de puntillas por su mente, susurraba que aquellas tierras cavadas a golpe de fe y ausencia de deseo le dolían en alguna hectárea del pecho, pero inmediatamente, sin apenas transición, su vista resbalaba juguetona a las lechugas valerio, saltaba de las coles juliana a las berenjenas maría, se columpiaba en las hojas del peral sanjuanero, y sin darse cuenta sus pensamientos acababan sesteando rezos en las aguas del rio. La molesta voz que andaba de bailarina por su cabeza se evaporaba en aleteos de libélula; sentía una dicha plena y tranquila: era feliz durante un tiempo indefinido que podía abarcar desde un parpadeo hasta varios días.
Cuando se agotó haciendo de comercial para vender pesticidas a campesinos ignorantes, decidió sembrar lo que había aprendido cómo ingeniero agrónomo en una tierra fértil en vegetales y olvidos desubicada al oeste del otoño.
La escasa familia que le quedaba, un puñado de extraños conocidos, le desearon suerte y dijeron adiós con la secreta esperanza de no volver a inquietarse con su presencia. Amigos nunca tuvo, y para la maratón del matrimonio jamás fue capaz de inscribirse a tiempo, así que se ahorró la tragicomedia social del estasloconotevayasquédate.
Bendecido por los dioses en su cometido, dejó de subir al ring a zurrarse con el mundo para dedicarse al evangelio de los frutales y las verduras.
Un portazo ventoso desde la casa lo sacó de sus ensoñaciones y recordó que aún tenía el huerto de judías por terminar. Bajó tranquilo por la vereda de ordenados sembrados; escudriñando en la tierra posibles faltas de oraciones pluviales, examinando que las verduras no apuntarán visos de plagas pecaminosas, o los frutales pudieran estar demasiado adoctrinados de poda. Al llegar a la entrada de la casa, de un manotazo, apartó de la mente la inspección de su reino vegetal para mirar el cadáver de la mujer sobre la mesa.
Cargó el cuerpo de menta helada en la carretilla, enfilo la vereda hasta el primer bancal de tierra recién arada, y allí se puso a cavar. Cuando el hoyo estuvo listo, antes de volcarla, le susurró con ternura de escarcha:
—Carmen, no te enfades tonta, nadie abonará las judías cómo tú. Por supuesto, las bautizaré con tu nombre.