Será una noche como cualquier otra. Apagarás la luz, descansarás la cabeza en la almohada, cerrarás los ojos. Y algo hará que vuelvas a abrirlos. Durante una fracción de segundo, creerás haber visto una imposible silueta asomar su rostro desde el interior de tu armario.
En ese momento, lo sabrás. El escondite inglés habrá comenzado.
Las normas son simples. Mientras mantengas los ojos abiertos, permanecerá en tu armario, oculto tras la puerta (poco importa cómo la hubieses dejado antes de ir a dormir). Pero, en cuanto cierres los ojos, sin hacer sonido alguno, lo que estaba dentro de tu armario saldrá, avanzando lentamente hacia tu cama. Hacia ti.
Si tus párpados se separan de nuevo, la cosa estará de vuelta en tu armario, como si jamás hubiese salido. Puerta cerrada, silencio sepulcral. Volverás a estar a salvo. A no ser, claro, que los abras cuando ya haya alcanzado los pies de tu cama.
Si eso pasa, pierdes el escondite inglés.
Y créeme: no quieres perder el escondite inglés.
Por suerte, es lento. Muy lento. Hay quien dice que puedes llegar a descansar la vista hasta dos minutos. Eso es lo que busca. Que bajes la guardia. Que no tengas forma de notar que hay algo más en la habitación contigo.
Si levantas la cabeza de la almohada, pierdes. Si pides ayuda, pierdes. Si enciendes cualquier luz, aunque sea una pantalla, adivina qué pasa.
Tu única opción de ganar es aguantar hasta el amanecer. Si el sol asoma, vuelves a estar solo. Desaparecerá para siempre. Así de simple.
Pero tienes que aguantar. Tienes que aguantar las dos de la mañana, y las tres, y las cinco. Sé que piensas que es fácil. Que el terror te mantendrá despierto, que sería imposible conciliar el sueño sabiendo lo que se esconde entre tus camisas. Pero la adrenalina solo te ayudará la primera hora, tal vez dos. A partir de ahí, las sábanas empiezan a pesar. Te hundes en la almohada, meciéndote en tu respiración, apagándote con cada minuto. Tu cerebro, ebrio de duermevela, te convence de que no pasa nada por descansar un poco. Que será solo unos segundos. Que cuando los abras, no habrá nada junto a tu cama.
No permitas que eso pase. Abofetéate, clávate las uñas, muérdete hasta hacer sangre. Haz lo que haga falta. No. Te. Duermas.
Digamos que logra alcanzar el borde de tu cama. Digamos que pierdes el escondite inglés. Lo que sucede entonces es que esa cosa se queda observándote, encorvada, a un palmo de tu rostro. Toda la noche, sin moverse. Esperando.
Hasta que abres los ojos, y comprendes que los cerraste demasiado tiempo.
Y te encuentras con esos ojos que brotan de sus cuencas. Los ojos que nunca se cierran.
Los que cierran los tuyos para siempre.