EL ESCONDITE
Mi pequeña Lidia se niega a alzar la vista para admirar la casa nueva. Su mirada se
aferra al suelo, como si en él encontrara el refugio que le permite esquivar el
constante acecho de la muerte, cuyo nombre conoció antes de tiempo, el trágico
día que murió su padre. El paso de una nube sobre la casa lanza una sombra sobre
nosotras, llenándome el cuerpo de desazón. Nada me agita más las entrañas que
imaginar que los días grises de los que estamos huyendo se hayan podido colar en
nuestro equipaje, de esos que se diluyen poco a poco entre los recuerdos plácidos
hasta convertirlos en memorias sembradas de horror y penuria.
- Hija, ¿por qué no juegas en el jardín mientras mamá termina la mudanza? -.
Me aprieta fuerte la mano, tanto que me retuerce los huesos. Me sorprende ver sus
ojos clavados sobre la portezuela que da al jardín. Le doy un delicado empujón,
animándola a obedecer, y desvío mi atención hacia las cajas que quedan por cargar.
Transcurren unos escasos segundos desde que cojo la primera y me doy la vuelta.
Lidia ya no está. Parece que me ha hecho caso.
Pasan unos minutos de denso silencio, hasta que éste se quiebra por el canto de
una tierna voz infantil, alegre y jovial.
“Uno, dos y tres, a esconderse otra vez.”
Se asemeja a la que diviso entre los volátiles restos de mis recuerdos. ¿Será de
Lidia? Estará jugando al escondite con algún amigo imaginario.
“Cuatro, cinco, seis, o crecerán gusanos y ciempiés.”
Me dirijo al jardín, deseando volver a ver su tierna sonrisa, que tan tristemente
creía olvidada.
“Siete, ocho, nueve, entre tus vísceras y humores.”
Un doloroso deseo me envuelve. Acelero el paso. Necesito verla.
“Y cuando llegue a 10, tu cadáver devoraré.”
¿Será realmente su voz? ¡No puede ser! Nunca he oído esa canción. Me adentro
desesperada entre los ramales de arbustos muertos.
“¡Uno! Es el corazón que te acuchillaré.”
“¡Dos! Son los ojitos que te sacaré.”
La voz, cargada de un jolgorio estridente, suena a la de un alma escapada del
profundo infierno.
“¡Tres! Litros de sangre que me beberé.”
“¡Cuatro! Extremidades que te arrancaré.”
¡Lidia! Grito su nombre una y otra vez. La voz sigue cantando.
“¡Seis! Pies bajo tierra, donde tu cabeza esconderé.”
La voz no parece alejarse. Inunda mi espacio. Desconozco si está enraizada en mi
cerebro o simplemente amenaza con seguirme hasta mi agónico final.
“¡Ocho! Horas que viva te torturaré.”
“¡Nueve! Gritos de dolor que te escucharé.”
Y por fin la encuentro, acurrucada en un agujero, callada y blanca como un cielo
cirroso. Al verme, se lleva el tembloroso dedo a los labios.
“¡Y Diez! Todos los deditos que te retorceré.”
- ¡Hija, no temas! ¡Mamá ya está aquí! -
Pero mis palabras sólo hacen que en su mirada se proyecte el reflejo del horror
más profundo. Cuando avanzo para abrazarla, vuelvo a escuchar esa voz. Esta vez,
está detrás de mí.
“¡Te encontré!”