No fue muy difícil engañarlos. Bastó con un mensaje de WhatsApp colectivo en el que puse: “Rave alternativa y privada, os espero el próximo jueves a las doce de la noche, en la casa de la atalaya”.
Mientras cubría todas las paredes de la quejumbrosa casa de las afueras con plástico y cinta de carrocero, recordé una de las charlas que tuve con mi psicólogo, antes de dejar de acudir. Él solía decirme que el dolor se cura con amor, pero dudo mucho que sepa el dolor que uno siente en sus carnes cuando le matan a una hija.
Siempre me mortificaré por haberla dejado ir esa noche. Aún me destroza el recuerdo de su sonrisa aquel día, mientras cerraba la puerta de casa alegando que no regresaría muy tarde y lo mucho que nos quería a su madre y a mí.
En la supuesta fiesta de pijamas a la que asistieron, mi hija tuvo que hacerse la mayor delante de su mejor amiga Carla, que aquella noche estaba con Víctor, su actual novio. También estaba el novio de mi hija, Roger, y cuando llegó Raúl, otro estudiante de la clase Carla, llegó con un buen cargamento de drogas para pasar un buen rato.
Lucía, se ahogó en su propio vómito cuando la dejaron boca arriba en una cama para que “durmiera la mona”, cuando vieron que se desmayó en mitad de la juerga. Y ya estaba muerta, cuando la fueron a ver horas más tarde. Entonces si llamaron a la ambulancia, que lo único que pudo hacer es meter el cadáver ya frio en una bolsa negra.
Una vez tuve todo plastificado, techo incluido, me dispuse a desnudarme y guardar todas mis pertenencias en una bolsa de deporte que traía conmigo, pues no quería manchar nada. En la bolsa tengo un revólver y un hacha, por si dejo salir mi rabia también, junto a una botella de bourbon. Encendí un par de luces verdes y puse el equipo de música a todo trapo para crear ambiente.
Ya solo me quedaba sentarme en la escalera que da justo a la entrada para esperarles, creo que me he ganado un cigarrillo.
Recuerdo la mirada indiferente de Roger en el juicio, desgarbado en la silla y declarando que pensaba que mi hija estaba bien y sólo necesitaba dormir un poco. Cuando llegó la policía a la escena, no quedaba ni un gramo de cocaína, Raúl no tuvo tampoco consecuencias. Todo quedó en una simple muerte accidental, no hubo homicidio, ni culpable alguno, salvo yo, que aún me pregunto cómo consentí que se juntara con este tipo de gente. Mi mujer no lo pudo soportar, y decidió quitarse la vida hace sólo un par de semanas…Cuando se ha llorado tanto y has visto la oscuridad, el odio es lo único que me da fuerzas. Y es por eso, que he decidido que esta noche voy a hacer justicia.
Acababa de lanzar la colilla, cuando unos nudillos tocaron la puerta:
—¡Adelante! ¡La puerta está abierta!