El ogro tenía ojos hinchados y enrojecidos, llenos de una espesa legaña. Su aliento a leche cuajada golpeó el rostro de Pablo que salió corriendo hacia el interior. La puerta que daba al patio llevaba una pesada tranca... El cuco venía tras él, resoplando, lanzando restos de comida pútrida de sus enormes fauces. Tras las gruesas cortinas de estampado chino, Pablo luchaba por no respirar. Su ropa era un guante viscoso. La luz de la ventana inundó el cuarto; Lucinda acababa de llegar.
Oyó cómo se lo llevaba a la cocina.
Se arrastró bajo la cama hasta tocar el extremo de la pared. Su madre lo llamaba para comer, luego desistió, hastiada de la misma situación.
Pablo se estiró en el piso frío. Había dormido toda la tarde. Abrió los ojos con pereza, pero no halló luz. En la penumbra distinguió los pasos cada vez más cerca. Si aguantaba un poco más, él se habría ido y solo serían él y su mamá, como antes. El resplandor de una vela lo hizo retroceder. Lo halaron hacia afuera en medio de gritos y pataleos. Lo sentaron a la mesa, frente a él.
Masticaba con la boca abierta y entre sus escasos dientes descolgaban rojos jirones de carne. Se daba cuenta del temor que infundía y le gustaba. ¡Lucinda! Gritó de repente, ahogándolo con su vaho. Pablo empezó a vomitar. Se tiró en el piso pensando en huir. Entonces lo vio, arrimado en un rincón. El saco que nunca abandonaba al campesino en sus idas y venidas a la huerta. A la luz descolorida de la lámpara proyectaba formas amenazantes. Parecía lleno de víveres, a juzgar por las formas irregulares. Algo arrugado, como cuando él se acurrucaba en las noches.
El cuco y Lucinda se fueron al cuarto. Había desviado la vista unos segundos, ¿el costal se había dado la vuelta? Retrocedió. El saco empezó a rodar. Una mano descarnada rasgó los hilos de polipropileno. Los dedos abanicaban en el aire, se abrían y cerraban como queriendo indicar algo. Su padrastro fue a orinar al patio y volvió a entrar. La mano desapareció.
Pablo creyó escuchar un quejido, se acercó. Un aliento casi imperceptible salía por los calados, que subían y bajaban rítmicamente. La orina resbaló por sus piernas. Iba a cerrar los ojos, cuando la mano surgió de nuevo y lo haló hacia el costal, que se abrió ante la presión de su contenido. El olor a carne manida era insoportable. Desde el fondo, los ojos de otro niño lo miraron de par en par y él reconoció en su faz cadavérica el rostro de los carteles con el título “Desaparecido”. El niño le indicó que se callara ante el ruido de pasos, un frío gélido lo atravesó hasta el tuétano. Trató de acomodar todo y se sentó a la mesa. El hombretón le alborotó el cabello y esbozó algo en señal de despedida. Se echó el saco a los hombros y salió, dejando un rosado rastro de sangre.