En el restaurante había una mesa reservada donde nunca se sentaba nadie. Era una mesa pequeña, que solo tenía una silla, con el respaldo pegado a la pared. A José le gustaba sentarse en la mesa contigua, cuya ventana daba a la calle del Prado. La chica que le sirvió era una joven que se llamaba Sara y era la única camarera que sonreía. El resto de camareros eran amables, pero parecía que estuvieran preocupados. Aunque José desayunaba todos los días allí, siempre le preguntaban qué iba a tomar, como si fuera a sorprenderles.
Sara, en cambio, le trajo el café y le preguntó qué tal le había ido. A José le gustaba contar anécdotas de su trabajo. Sara le escuchaba con entusiasmo hasta que vieron entrar al viejo. Al verle, sus compañeros levantaron la cabeza y se quedaron mudos, esperando algo que iba a pasar. Era un anciano de unos ochenta años que se apoyaba en un bastón. Miró uno a uno a cada camarero y eligió al encargado. Los demás se miraron entre sí, expectantes El viejo le preguntó algo, y el encargado respondió negativamente con la cabeza. Al marcharse, todos los camareros miraron al techo, como si estuvieran viendo una bandada de pájaros.
La escena se repetía cada lunes a las once de la mañana. Hasta el día en que el viejo detuvo su mirada en Sara y se dirigió a ella. José nunca supo de qué habían hablado, pero a partir de aquel día Sara borró la sonrisa del rostro y se volvió tan sombría como sus compañeros. No consiguió sonsacarle quién era el viejo. Tampoco consiguió retenerle con alguna de sus anécdotas. Sara le servía el desayuno y volvía mecánicamente a la barra.
El lunes siguiente, cuando el viejo entró por la puerta, José fue a su encuentro.
-¿Ha visto usted mi cuaderno de notas? Lo dejé olvidado en aquella mesa.
El viejo señaló la pequeña mesa que siempre estaba reservada. Por la determinación de su mirada, se diría que había sido un hombre importante en otra época. Hablaba bajo, pero su tono de voz era el de alguien que sabe imponer su autoridad. José negó con la cabeza y el viejo se marchó. Escuchó un murmullo de voces hablando, que se solapaban unas a otras. Como si el restaurante se hubiera llenado de repente de gente. Los camareros miraron al techo y por fin lo vio él también. El techo estaba pintado de ángeles con el uniforme de camarero sirviendo en las mesas.
José se marchó del restaurante sin pagar y no volvió más. Pasó varias semanas angustiado sin saber por qué y sin querer contar sus chismes a nadie. Pasaba por delante del restaurante, pero no se atrevía a entrar. En uno de sus paseos, se cruzó con Sara, que comenzaba su turno. Aún parecía preocupada y seguía sin sonreír, pero había recuperado el color de la piel.
-Ayer encontramos el cuaderno.