Tras atravesar Gregorio la cortina, los viejos canutillos de madera golpeaban la cara del pequeño de ocho años que de mala gana seguía sus pasos. El hosco hombre llevaba siempre un cuchillo y un afilador que durante largos minutos volteaba a un lado y a otro hasta que el sonido metálico del ¨chuín¨ cesaba.
Mientras sonaba aquel endiablado ruido Miguelín continuaba con sus quehaceres, arrastrando la gaveta grande de caucho negro hacia un poste. Se ataban los dos un mandil a la cintura y Gregorio se dirigía a las jaulas para extraer un conejo y colgarlo cabeza hacia abajo. Los chillidos del estresado animal se hacían ensordecedores, resoplaba a modo de defensa cuando el hombre cogía la maza gruesa que estaba apoyada en una palmera encumbrada de ratas. Un golpe seco en la nuca acababa con los bufidos del animal. El niño apretaba las rodillas y los labios, cerraba los puños conteniendo su rabia. Sin mediar palabra, el hombre le daba a sujetar una pata del animal al niño mientras la otra la ataba con un cordel al poste. El cuerpo colapsado permanecía inerte con las pupilas dilatadas. Gregorio confirmaba la muerte pinchando con el cuchillo el hocico. No había movimiento ni espasmo alguno. Empuñaba el cuchillo y sacaba los dientes como un sádico, disfrutaba penetrando el pecho y ajándolo hasta abrirlo en canal. Las tripas se precipitaban súbitamente en la gaveta. El olor producía arcadas en el pequeño. Cuando el conejo quedaba vaciado por completo, Miguelin arrastraba de nuevo, aunque esta vez con más peso, el pestilente cubo hasta una trampilla de madera cochambrosa. Levantaba la tapa que daba a la acequia Mayor y abocaba el contenido con las entrañas aún calientes. Arrodillado, el crío asomaba la cabeza para comprobar cómo la corriente se llevaba las vísceras. El frescor del aire que subía parecía recomponerle algo para poder seguir adelante y con un rastrillo recoger las cagarrutas diseminadas por el corral.
Un día un cliente pasó directamente al corral para encargar un par de conejos. Miguelín se giró y vio a una joven acompañante mirarle con aversión mientras él amontonaba los excrementos. La vergüenza se apoderó de él, nunca quiso que le vieran así. Soltó el rastrillo y encolerizado se escabulló.
Era aún temprano y la espesa niebla había transformado el incandescente sol en una luna plateada. Miguelín abrió las puertas de las conejeras y, mientras los animales escapaban, se escondió con la maza fuertemente sujeta entre las manos. Espantado, Gregorio salió corriendo al corral, tropezando con todo. De detrás de la palmera saltó el chico dándole un golpe seco en la frente al ruin hombre que cayó inconsciente. Con un saco de pienso vacío cubrió su cara hasta ahogarlo. Giró el cuerpo boca abajo, contra el suelo, y colocó una maceta rota a la altura de la cabeza del cadáver. A los pies colocó un par de sacos llenos de pienso. Tiró la maza a la acequia y desapareció entre la bruma. Las ratas empezaron su festín.