El brusco descenso de la temperatura anunció su temible llegada.
Con el transcurso de las escasas horas que faltaban hasta el amanecer del nuevo día, desaparecería para siempre la oportunidad del Coleccionista para llevar a cabo su espeluznante plan. Armada de insomnio y de valor, se prometió vencer en esta siniestra batalla.
Le urgía huir de allí. Se echó una pesada capa sobre los hombros, cubrió su cabeza con un enorme pañuelo, y ayudada por un entramado de telas, adhirió a su cuerpo el preciado objeto de su defensa. Con exquisito cuidado, para hurtarle información al maligno, cerró la puerta.
Éste, sabedor de que los años había vahado sus ojos sembrándoles de una perpetua oscuridad, confió a su oído y al instinto, el éxito de la cacería.
La presencia no podía dejar escapar a la porteadora de su codiciado tesoro, por ello, al percibir su ausencia, enloqueció. Furioso se deslizó por el escaso hueco que permitía la holgura entre la puerta y el suelo y comenzó su voraz búsqueda.
La mujer apretó el paso. Arduo era caminar entre la densa niebla y la negrura de las últimas horas de la noche. Con destreza esquivaba las amenazadoras ramas que obstaculizaban su marcha.
Sentía a su perseguidor cerca, incluso en algún momento notó su gélido aliento en la nuca. Pero aún con el corazón en un claro intento de fugarse por la boca, y el terror martilleando sus sienes, hizo acopio de la fuerza que otorga el ser madre, y con el propósito de aumentar las posibilidades de triunfo en su huida, se calmó.
El silencio que reinaba en el bosque, solo era roto por el ulular de algún búho y el ruido provocado, sin querer, por la fractura de alguna rama bajo sus pies. A pesar del cansancio, sus pasos, fruto de su deseo de poner a salvo lo que más la importaba en el mundo, eran rápidos.
El frío penetraba en su cuerpo violando todas las capas de ropa y se le clavaba como innumerables alfileres en la piel. Su boca exhalaba diminutas gotas de agua en cada bocanada de aliento, sustrayendo a la densa niebla del bosque su escasa nitidez.
El infortunio quiso que su falda se enredase con unas zarzas. Su cuerpo se desplomó sobre el manto de hojarasca helada del bosque. Tras el golpe de su cabeza contra el saliente afilado de una roca, perdió el conocimiento.
Él dejó de escuchar pasos. Sin guía sonora y desquiciado por la rabia, traspasó árboles, recorrió senderos, incluso hurgó entre la maleza, desesperado ante las pocas horas que tenía para ampliar su colección de almas. Al despuntar el día, el plazo acordado siglos atrás desde el nacimiento de un bebé, tocaría a su fin. No podía permitírselo, llevaba demasiado tiempo sin fagocitar un espíritu puro.
El minutero continuó su curso en el reloj.
Tibios rayos de sol la despertaron.
Venciendo el temor retiró la toquilla.
Un rostro angelical con su esencia intacta certificó que había ganado la macabra contienda.