El buen Gaspar tiene diez años y vive en un pequeño y frío pueblo alejado de la ciudad. Un prodigio del ajedrez que toma clases frecuentemente. Lo llaman Gasparov pero hoy está escondido en el armario temblando de miedo. En los últimos dos meses han asesinado a siete niños de manera horrenda. A Juan, un compañerito de Gaspar que asistía a las clases de ajedrez lo encontraron al amanecer desnudo colgado en un árbol. Le habían arrancado las uñas de las manos y su cuerpo estaba lleno de marcas ensangrentadas como si lo hubieran cogido a latigazos. A Juanita de doce años la encontraron muerta por asfixia con las manos destrozadas, aplastadas a golpes. La policía cree que fue a martillazos. Todos los demás padecieron torturas especialmente en las manos. Los habitantes del pueblo tienen temor. Ya ningún niño se ve solo en los parques y la escuela suspendió las clases temporalmente. Gaspar vive con su joven madre quien es enfermera y trabaja medio tiempo en el hospital. Hoy, antes de salir a trabajar le pidió que no le abriera la puerta a nadie y se quedara juicioso estudiando ajedrez con un libro que le había regalado su profesor en la última clase. Regresaría a la una en punto para almorzar juntos. De pronto sonó el timbre. Gaspar se asomó por la ventana y vio a don Enrique, su profesor de ajedrez. Un viejo bonachón de setenta años. Calvo, de boina y gabardina negra siempre con su maletín lleno de tableros, piezas, relojes y uno que otro libro.
–No puedo dejarlo entrar porque hay un hombre malo que mata niños y mi mamá no está –dijo Gaspar.
– ¡Lo sé! ¿Quién podría hacerle daño a un niño? –dijo el viejo muy seriamente.
–Pero usted es un buen hombre ¿cierto maestro?
–Solo soy un viejo enfermo –respondió sonriendo–. No me dejes entrar pero necesito que me prestes el libro que te regalé para ver si dejé entre las hojas una fórmula médica. El niño revisó el libro y efectivamente ahí estaba la fórmula. La sacó y bajó corriendo a entregársela a su maestro. Se la pasó por debajo de la puerta.
– ¿Jugamos ajedrez? –dijo el profesor. Gaspar abrió la puerta y don Enrique entró. Jugaron una partida y por primera vez el niño le ganó a su maestro.
–He tenido una mala racha últimamente, ¿qué hora es? –preguntó el viejo.
–Un cuarto para la una –respondió el niño sonriendo. De repente el maestro Enrique sacó del maletín unas filosas tenazas metálicas y se abalanzó sobre el buen Gaspar quien hábilmente logró escaparse y subió corriendo a esconderse. Son las doce cincuenta y Gaspar sigue escondido en el armario. Allí acurrucado y tembloroso puede escuchar cada vez más fuerte los lentos pasos del maestro en las escaleras, quien con voz ronca grita enloquecido:
– ¡sólo déjame ver tus manos!
Por una rendija del armario el niño vio frente a él las tenazas fulgurosas y... ¡pum!
Su mamá llegó a la una y cinco.