Nada me conforta tanto como ayudar a quien se encuentra en apuros. Yo
no sé, si no, para qué estamos en este mundo. Ahora bien, no basta con
hacer los favores solicitados; cuando uno ve más allá, como yo, es preciso
tomar alguna iniciativa.
Tomemos por caso a mi buen amigo Leandro, con el que me topé
recientemente por la calle. Caminaba cabizbajo, con las manos en los
bolsillos y el estrecho pecho contraído. Le palmeé un hombro y me interesé
por los motivos de su abatimiento. Su mujer se había largado. Vamos, todo
se arreglará, déjame que te acompañe a tu casa y allí me lo cuentas todo,
qué menos, lo conminé.
Allí, con una botella de whisky de por medio, asistí al lamentable
espectáculo de un hombre débil empecinado en ahogarse sin nadar ni asirse
siquiera a un flotador. Se recuperaría, sí; pero para qué. Comprendí que su
alma necesitaba descanso, vuelo, libertad. Le comuniqué que iba a la cocina.
Entre tanto llanto, creo que ni me oyó. Me aproximé por su espalda, le
levanté la barbilla con mi mano izquierda y con el cuchillo que llevaba en la
derecha realicé la sección pertinente. Me miró por última vez con sorpresa,
diría que con torpe gratitud, y pronto dejó de sufrir.
Después de limpiarme —felizmente no me salpicó el traje— y de lavar la
herramienta, tomé unos billetes de su cartera por pura precaución y me senté
a terminar mi vaso. Quién iba a pensar que Flora volvería. Se conoce que me
quedé abstraído, porque sin previo aviso me la encontré plantada en el salón,
con los ojos y la boca muy abiertos, pero sin emitir sonido alguno. ¿Me había
quedado sordo? Gracias a Dios, no: empezó a chillar como una loca. Tenía
un gran disgusto de ver a su marido sin vida, y entendí que también un cierto
susto. Era guapa y liviana, así que procuré no desfigurarla cuando extinguí
sus males impactando su cráneo contra la pared. Me apropié de su dinero de
mano y dejé aquel piso con la certeza de haber evitado mucho dolor. No
debía demorarme: una candidata a recepcionista me esperaba en mi
empresa.
—Buenas tardes. Encantado. Siéntese por favor, o siéntate más bien, si me
lo permites. Y háblame de por qué crees encajar en el perfil requerido.
Mientras ella hablaba, observé que reunía una serie de atributos
deseables. La noté tensa, no obstante, necesitada de soltar tensión.
—Todo eso está muy bien. Y dime, ¿le has hablado a mucha gente de esta
entrevista?
Resultó que su padre la esperaba en un coche, con lo que no pude
ayudarla, ni en su búsqueda de empleo ni en el alivio de esa tensión
superflua. No siempre las personas se dejan ayudar. Uno hace lo que puede.
Aquella noche regresé a mi casa andando. El viento, la luna y las estrellas
me indicarían el camino hacia mi próxima buena obra.