Lo tenía vívidamente grabado en mi memoria. La visita al cementerio, la tumba abierta, la gente alrededor de ella, mudos como estatuas. Las gotas de lluvia caían tímidamente, y yo le daba vueltas al anillo, el que mi padre me había regalado poco antes de morir de aquella forma tan trágica. Era un anillo sencillo, plateado, con una luna menguante en color gris. El anillo de media luna, lo había llamado él. Recuerdo que lo adoraba. El anillo, y al hombre que me lo había regalado.
El cuerpo estaba rígido, blanco como la nieve. Vestido con elegancia. Mi padre había sido un hombre muy guapo. Para mí, sencillamente fascinante. A mi lado, mi madre sollozaba en silencio, y por un momento, la odié con todas mis fuerzas. Ella debería haber muerto, y no él. Ella era un ser vacío, él era todo esplendor. Ella no era nada. Él era mi mundo entero.
Cuando me asomé a ver su rostro una última vez, seguía dando vueltas al anillo en mi mano. No fue hasta que llegué a casa cuando me percaté: no lo tenía. Debía haberlo perdido en la tumba de mi padre, al darle el último adiós. Lloré hasta quedar sin lágrimas, y al día siguiente, me sumí en la oscuridad.
La vida se convirtió en un infierno. No salía de las paredes frías y tristes de mi hogar. Día tras día, vivía rodeada de los sollozos desesperantes de mi madre mezclados con un absoluto silencio. Era enloquecedor. Y mi odio crecía cada día más, al mismo tiempo, que mi vida se sumía en las tinieblas. La miraba desde los rincones, cargada de rencor. La perseguía para atormentarla, la observaba mientras dormía, le susurraba al oído. «Tú deberías estar muerta. Deberías estar muerta…»
Finalmente, no pude aguantar más. Uno de aquellos días, puse el cuchillo bajo su cuello, y no me detuve hasta que la sangre cubrió el suelo, su ropa, su cuerpo entero. Después, me senté a esperar. Para cuando llegaron, yo solo sentía la más absoluta de las calmas.
No sabía por qué no me habían detenido, el crimen era más que evidente. De repente me vi frente al ataúd de mi madre, en un triste y solitario velatorio. Un detalle del cuerpo llamó mi atención. Mi madre llevaba un anillo, jamás se lo había visto puesto. En ese momento, escuché la voz de dos mujeres tras de mí.
—Qué muerte más extraña… De la misma forma que murió la hija…
—Lo que sufrió la pobre… ¿Qué le pasaría a ese hombre para matar a su hija y quitarse la vida?
Entonces me di cuenta. Mi madre llevaba el anillo de la media luna, en su dedo meñique. Alcé la cabeza y el cristal me devolvió un extraño reflejo. Una niña de bucles castaños y ojos sombríos, con una raja en el cuello de la que manaba una oscura sangre, que no llegaba a mojar el suelo.