De día descansaban bajo un manto que los protegía del intenso Agosto y miradas curiosas, no hubieran resultado tan atractivos si la luz de la mañana los presentara despojados del misterio y escudo nocturnos.
Nadie estaba más entusiasmado ese día que ella, con 7 años ya no tenía que dar siempre la mano, jugaba a rezagarse para ver si despertaba inquietud y comprobar de modo intuitivo el grado de amor y protección de su madre, que la acompañaba a la Mercería a por un vestido nuevo.
Lo estiró sobre la cama, era amarillo claro, dispuso también una diadema que le hacía daño detrás de las orejas, pero imprescindible por el ratoncito que la adornaba, en los pies, zapatos de charol, que le gustaban demasiado como para sacrificarlos por algo más cómodo.
No eran ni las ocho y ya estaba lista, consultaba su pequeño reloj de pulsera cuando dio un respingo con el primer cohete, la fiesta estaba inaugurada.
Al llegar le compraron en un puesto una manzana de caramelo, no podía penetrar la dura capa roja por un diente algo flojo, le dio igual, solo quería llevarla erguida como un trofeo por lo brillante y bonita que era.
El corazón del lugar podía adivinarse por la multitud; sonaba una canción algo triste del “Carnaval de los animales” pasmada ante los caballos que flotaban, pensaba: ¡qué miedo resbalarse! le gustaban como la manzana, solo para ver.
Su madre le insistió en que subiera para sacar una foto; quizás elegir el de la oreja partida fue idea suya o que alguien se le adelantó al que ya estaba medio encaramada; su madre disparó una instantánea en la primera vuelta y ella chilló: “¡Me mordió el caballito…me mordió el caballito!”
El padre no le dio importancia y lo achacó a alguna astilla desprendida, la niña se calmó con la mano de su madre apretando la suya.
Al llegar a casa, obediente se tomó aspirina infantil disuelta en una cucharilla con leche, le estallaba la cabeza; cerró los ojos que parecían pesarle más que nunca y recitó su oración ”ángel de la guarda dulce compañía…”
No muy temprano, su madre izó la persiana y horrorizada abrió la boca sin emitir sonido alguno, allí estaba su pequeña, bañada por la luz de la mañana con un rostro que no parecía suyo, el reloj roto sobre la alfombra por la hinchazón casi imposible de su pequeña mano.
Los resultados condujeron a un caballo en concreto, dos hombres descolgaron al animal, por así decirlo, y separaron las mitades que le daban forma, al caer en suelo firme se fue desenredando una madeja informe y compacta de pequeñas criaturas reptando nerviosas, algunas trepaban por las las bridas, otras se escapaban por las patas, una se asomó por el hueco de la oreja partida como si la enderezara la melodía de un Fakir; la ponzoña la había protegido, pero esta vez por error, del más inocente de los adversarios.