Había llegado aquella noche al pueblo de mis padres. Fui con el deseo de dejar la casa vacía para que los nuevos compradores tuviesen acceso a ella, y que esa misma semana pudieran disponer de la vivienda como se había acordado en la compraventa.
Con la ayuda de algunos familiares del pueblo, la mayoría de objetos de la casa se quedaron guardados en cajas, por lo que todo tenía un aspecto fantasmal y vacío aquella noche. No quise alojarme con ellos para no molestarles, les dije que prefería quedarme sola en el antiguo caserón para poder estar una última noche y recordar viejos tiempos en ella.
Tan solo se quedó fuera de las cajas un viejo reproductor de películas en el que me dispuse a ver algunas grabaciones de cuando mis hermanos y yo vivíamos junto a nuestros padres. Estaba segura de que a ellos también les habría gustado volver a verse en su infancia, cuando aún teníamos dientes de leche y apenas nos alzábamos un metro por encima del suelo.
Bajé las persianas y cerré las ventanas. Apagué todas las luces y me recosté encima del único colchón que aún no estaba empaquetado. Me eché una manta por encima de los hombros y esperé a que comenzara el espectáculo: imágenes de una bella vida pasada.
En medio de aquellos recuerdos, obnubilada por la cantidad de sucesos que habían tenido lugar en aquel caserón, escuché unos susurros que parecían venir de una de las habitaciones del piso de arriba. Desconecté todos los aparatos eléctricos y puse atención por si volvía a percibir algo.
Unas voces como de niño pequeño llegaron a mis oídos, y lo primero que pensé es que podían venir de la calle. Miré por la ventana y comprobé que todo estaba tranquilo. No quedaba otra que subir las escaleras y cerciorarme de aquel ruido.
Hacía un rato que la lluvia estaba cayendo en el pueblo, por lo que al intentar encender las luces caí en la cuenta de que habían saltado los plomos. Rápidamente busqué una vela para poder ver por dónde pisaba. Llegué a la habitación desde la que brotaban los susurros y allí no quedaba más que el armario empotrado. Lo abrí y allí -colocada en una de las baldas- estaba una muñeca de porcelana olvidada por mi mente porque, en realidad, me deshice de ella en mi niñez tirándola a un pozo. Su aspecto siniestro daba pavor.
Aunque estaba aterrada por aquel hecho, cogí la muñeca y me dispuse a quemarla en el patio trasero; esta vez tenía que acabar definitivamente con ella. Al bajar las escaleras de nuevo, pude escuchar pasos y jadeos en la habitación que acababa de abandonar. Con gran angustia me encerré en el salón con llave. Desde el otro lado de la puerta veía tras los cristales la sombra de una mujer -vestida con las mismas ropas que la muñeca- que no paraba de decir: ¡devuélveme a mi hija, devuélveme a mi hija!