Sudaba profusamente.
Tenía en la boca un sabor a herrumbre, a sangre, sentía la saliva espesa
y especialmente caliente.
Ladeó la cabeza para averiguar donde puñetas estaba.
No veía con claridad.
Por el ojo derecho, el más cercano al suelo en ese momento, tenía una
visión parcial de sillas y mesas, hacía frio, había poca luz, escasa y
macilenta.
Su cuerpo se movía de manera convulsa, contrayéndose y estirándose
hasta el imposible.
Su abdomen no respondía a nada lógico, aunque bien mirado ya nada
lo era....
No sentía dolor, sólo un profundo cansancio.
Quería abandonar su cuerpo.
Pero no.
De repente un olor a muerte invadió la estancia, ella estaba rendida,
derrotada, notó con repulsión como le ascendía el amargo vómito
hasta la boca, castigada desde hacía rato por un esperpéntico
carnaval de sabores amargos y pútridos.
Un flash.
Recordó estar sentada en una de aquellas sillas de aquel restaurante,
pensó en el nombre del sitio....no lo podía recordar. Tampoco
recordaba a quién le acompañaba, sólo aquella mano, cuidada,
perfecta, varonil con aquel tatuaje , una estrella rodeada con símbolos
para ella indescifrables, que aparecía y desaparecía en el dorso de
aquella mano, como si latiera o estuviese viva.
Perdida en sus pensamientos, entre la bruma de lo que estaba segura,
era su final.
Giró la cabeza de manera involuntaria como guiada por alguna fuerza,
quedó su mirada aturdida mirando al techo sin verlo, en el intervalo
eterno de un parpadeo, sintió como se abría la carne de su vientre
debajo de la piel que ya no daba para más , incorporó como pudo la
cabeza para ver....
Su barriga se veía elevada y furiosamente viva, la piel cedió , veía su
sangre brotar y rodar en oscuras y espesas gotas, emergieron por entre
los tejidos dos manitas de bebé oscurecidas por los fluidos corporales,
empujaban y se abrían paso rasgando, sin piedad, sin dolor, por salir de
aquel cuerpo que ya no le pertenecía, siguieron dos bracitos con sus
rollizos codos y en un último desgarro surgió de sus entrañas la cabeza
de un niño, que después de secarse los ojos y la boca con la ropa de la
desdichada, la miró traspasándola con una mirada limpia, nueva, sacó
las piernecitas y se estiró hasta su cara y, -Oh Dios mio!- le dio las gracias
con una voz de adulto que la dejó sin el poco aliento que aún
conservaba.
Se dio la vuelta y se sentó a horcajadas sobre ella justo debajo de su
pecho y con una brevísima imposición de manos, sanó los salvajes
desgarros.
Cuando volvió a encarar a la madre ya tenía el porte de un niño de
unos cinco años, se bajó del cuerpo, con su precioso pelo rubio , sus
labios de rosado intenso y los ojos de un verde traslúcido, frio.
Solo dijo:
-“ Soy la novena reencarnación del Príncipe Belcebú”
Fin.