Suena el despertador y me despierto con el cuerpo empapado en sudor frío, siento la cabeza muy pesada, y un sabor ferruginoso en la boca. Me incorporo con dificultad y poso los pies descalzos sobre el suelo marmóleo, el frío que envuelve la habitación se hace aún más patente. Deambulo lentamente a través del dormitorio. La marcha fatigada, casi arrastrando los pies. Al tirar de la raída cuerda de la persiana, un chirrido inunda la habitación. Miro por el cristal, la calle está en penumbra, nada se mueve. El silencio es sepulcral. Al girar mi cabeza hacia la derecha, la superficie del espejo devuelve mi imagen fidedignamente. Mi rostro aparece fatigado y me asombro al vislumbrar una mancha morada en un lado de mi cuello. Me acerco al espejo para observarla mejor. Indudablemente se trata de un cardenal, y me asombro al ver que rodea un diminuto agujero del tamaño de la cabeza de un alfiler. Parece la huella de un pinchazo. Instintivamente me llevo la mano a ese punto y lo palpo con las yemas de mis dedos, percibiendo una leve hinchazón bajo la piel, que se vuelve muy dolorosa al presionarla. Es en ese preciso instante cuando mi memoria adormecida comienza a revivir; las imágenes en forma de "flash-back" se agolpan en mi mente. Respiro hondo y trato de recomponerlas de modo que formen una sucesión comprensible.
Al hacerlo el miedo se apodera de mí y mis latidos se aceleran descontroladamente, como una locomotora circulando a toda máquina hacia el borde de un precipicio. Corro hacia un lado de la ventana y mi cuerpo vuelve a estar empapado en sudor frío. Tengo la garganta seca y me cuesta respirar. Trato de ocultarme pegando mi cuerpo a la pared e intento calmarme para superar el miedo que me atenaza. Con la máxima cautela posible, vuelvo a asomar la cabeza, sólo levemente, intentando resguardarme de lo que ahí fuera me acecha.
Las luces del alba están empezando a disolver la penumbra nocturna y mi sangre se hiela cuando lo distingo. Es un vehículo negro aparcado en el mismo lugar en el que se encontraba ayer. Dentro de él, inmóvil, una siniestra silueta hace guardia. Sus manos, enfundadas en unos guantes de cuero negro reposan sobre el volante. Repentinamente, todo cobra sentido y soy capaz de recordar toda la escena que inconscientemente me ha estado atormentando desde la noche anterior y lo revivo todo con nitidez: yo abriendo la puerta del portal e inesperadamente un par de manos enguantadas empujándome hacia adentro y tapándome la boca. La maniobra rápida para exponer mi cuello y el pinchazo frío de una aguja. Sólo acierto a recordar retazos de lo que sucedió después. Los sueños y visiones inconexos, el delirante viaje de mi mente en una caída libre hacia los más negros y profundos abismos de la locura. Mis constantes vitales al límite, a un sólo paso de la muerte, mientras mi voz agónica sólo acierta a suplicar balbuceando: ¡Dios mío, ayúdame!