Montar en bicicleta nunca se olvida, pero yo había confiado desmedidamente en mis fuerzas. Jadeando tras salir del espeso bosque al que me condujo mi pedaleo errático, me encontré en una llanura inmensa y opresiva. Consciente de la escasa luz que el final de agosto le roba a los días y maldiciendo mi imprevisión, desmonté para tomar aliento. Por suerte, divisé un caserón de labor que no parecía lejano y allí me dirigí campo a través. Era una construcción baja, sin adorno, de adobe arañado por la solana de la meseta, pero ni un palacio suntuoso hubiera agradado más a mi vista.
Mi desesperación fue infinita cuando me di cuenta de que no eran sino ruinas. Una parte del techado se había derrumbado, pero armándome de valor entré por el portón desencajado en busca de agua para apaciguar mis nervios desquiciados.
El zaguán estaba oscuro. Lo atravesé conteniendo la respiración, avanzando con los puños apretados hasta el patio central, donde esperaba encontrar un pozo. En mi apresuramiento no pude dejar de ver una capa parda, de hechura rústica pero buen paño, que colgaba de un clavo en la pared encalada.
Después de trabajar con la bomba obtuve un líquido herrumbroso que logró sosegar mi respiración. Decidí dedicar diez minutos, ni uno más, a reposar y luego emplearme a fondo pedaleando sin pausa. Nadie me esperaba y a nadie había informado del camino que seguiría. Sabía que no me alcanzaría la luz de la tarde y el recuerdo del bosque umbrío me encogía el estómago, pero ni en el más absurdo de mis delirios se me habría ocurrido hacer noche allí.
Estuve dormitando sobre el terrazo hasta que perdió la tibieza del sol. Al ponerme en pie sentí un ruido blando y sordo, un aleteo que frotaba las paredes y el suelo del interior. Pensé que sería un ave atrapada y, sin dudarlo, entré de nuevo. La visión espeluznante me asaltó sin previo aviso. Mi corazón latía desbocado aún antes de entender qué estaban viendo mis ojos. Ante mí estaba aquella capa, completamente desplegada, suspendida en el aire como si me esperara para un abrazo de ultratumba. La sensación de horror se multiplicó por el olor a podredumbre que inundaba la estancia. Enloquecí cuando noté el roce de la tela en los tobillos; era un organismo vivo y con voluntad maligna. El haz de polvo que despedía su maldito batir brillaba bajo la luz fría y sombría que se colaba por los boquetes de la techumbre. Pataleé para liberar mis pantorrillas. Di varios tumbos torpes; caí al suelo. La prenda odiosa me arañaba la cara, me intentaba asfixiar.
Iba a morir allí, en un final sin clemencia. No sé si logré zafarme y regresar. A ratos sospecho que no lo he abandonado, que pertenezco al lugar. Que no fui capaz de encontrar el portón. Que me arrastro eternamente por el suelo y palpo la superficie algodonosa, mullida y tibia de las paredes. Descansando. Sólo diez minutos y ya…