Caminaba por la acera, con la bolsa de papel que contenía la compra sujeta contra el pecho, mientras que con la mano izquierda sujetaba el teléfono. Hablaba con su amiga Sonia, distraída, sin reparar en las personas a su alrededor.
Cuando comenzó el suceso, tardó unos segundos en asimilarlo, a causa del maldito móvil. Al principio, pensó que había sido una jugarreta de su imaginación, sobre todo porque el tipo parecía sonreír cuando pasó a su lado. Luego, comenzó a ocurrir lo mismo con el resto de viandantes, primero lentamente y después como una avalancha imparable. Fue entonces cuando María dejó a Sonia con la palabra en la boca. De hecho, si hubiera podido observar a su amiga a través de un agujero en el móvil, vería que también estaba viviendo el mismo suceso, en la otra punta de la ciudad.
María se quedó con la boca abierta: las personas, todas ellas, habían comenzado a caminar hacia atrás, pero de una forma muy extraña. Parecían mantener las piernas estiradas, como si no pudiesen flexionarlas, dándoles aspecto de marioneta. María observó a una mujer con un niño de unos seis años, al que cogía de la mano, mientras pasaban a su lado. Ambos esbozaban una sonrisa congelada, sin vida. Su mirada era vacía y sus rostros, con expresiones de figuras de cera, les daban la apariencia de marionetas.
De repente, notó un hormigueo que comenzó a treparle por las piernas, luego alcanzó su abdomen, el pecho y, finalmente, brazos y cabeza. Dejó caer el teléfono al suelo. Era como si le hubiera dado una descarga eléctrica. El aparato chocó contra el cemento y se le quebró la pantalla, quedando inservible. La sensación era muy extraña, como si algo tirara de ella por la espalda, obligándola a caminar de espaldas. Sin embargo, no resultaba desagradable del todo.
Intentó girar la cabeza para ver qué era lo que la arrastraba con tanta fuerza. Al tratar de mover el cuello, tuvo que reprimir un grito de dolor: le resultaba imposible girarlo. Aun así, volvió a intentarlo una y otra vez. Sentía la necesidad de saber lo que la esperaba tras ella. Poco a poco, fue venciendo la resistencia de su propio cuerpo y ganando terreno. Pero, a pesar de todo, era insuficiente para alcanzar a distinguir qué era lo que la manipulaba. Comenzó a girar el torso, mientras caminaba entre espasmos. El dolor que sentía era insoportable, siguió forzando cada músculo hasta que logró girar la espalda y también un poco la cadera; se produjo un crujido repentino en su columna y un latigazo cálido y doloroso le recorrió la espalda. Algo parecía haberse roto allí, pero no podía desistir ahora. Por fin, casi con el rabillo del ojo, consiguió ver cuál era el destino que la aguardaba: un enorme agujero de oscuridad, al que todos estaban precipitándose entre gritos de angustia, se abría a pocos metros de ella.
Sus pies comenzaron a despegarse del suelo.
Ella también gritó.