La vida es rara, y esto va y viene Un día estás como todo el mundo, y al siguiente te da por rugir, o por escarbar el suelo. En esos momentos me voy a casa de la abuela, a la que tanto quería. La quería, sí: hay que entenderme. Vengo a su casa porque aquí puedo estar solo. Me torturan algunos recuerdos, pero sé que todo tuvo que ser así. Me explicaré.
Uno cree que saca a pasear a su perro mañana, tarde y noche. Error: es el perro el que nos invita a la meditación tres veces al día. Por eso, mientras la noche va tomando cuerpo alrededor y me envuelve ese calor suave que sale de la oscuridad, comprendo que debería tomar una determinación definitiva. Rufus es el primero que lo nota; comienza a mirarme de reojo y se aparta con un respingo, cuando me le acerco. Entonces comprendo que es el momento de marcharme.
La casa está apartada, ha quedado lejos de la carretera nueva, así que nadie viene por aquí. Eso es a veces un problema, para la cuestión de la alimentación, así que hay que ingeniárselas. Aquí no hay tiendas cercanas, por lo que, en mis estancias de algunos días, tengo a veces que recurrir a la caza. Encontré una vez un par de tórtolas, no estaban mal; otro día, una liebre. Eso estuvo mejor: su carne sabía a hierbas, a bosque virgen. Pero lo que de verdad me gusta es conseguir un cordero, y solo de pensar en ello siento que se me hace la boca agua. Naturalmente, eso no es caza, puesto que los corderos no corretean por el monte , zafándose de los cazadores. Cuando consigo alguno es generalmente, robándolo. Pero créanme, vale la pena molestarse: ese sabor a leche, mezclado con el aroma de pasto verde, y esa carne rosada que se te deshace entre los dientes…es como volver a nacer: un olor tierno te inunda la garganta, entre las hebras de carne hay la suavidad maternal de una siesta; hay carreras en la nieve y vuelo de pájaros sorprendidos, y noches de verano con olor a relámpago.
Cuando las cosas se ponen mal y la caza escasea, como en invierno, no queda más remedio que encargar algo a las tiendas del pueblo y pedir que lo traiga un repartidor. Luego, generalmente, tiro la comida. No me gusta el poke, ni el sushi, con esas salsas asiático-deprimentes.
También hago desaparecer las cajas. Y las bicicletas, claro.
Cuando la luna lanza esas oleadas de luz blanca sobre el camino me encierro aquí, caigo a cuatro patas sobre el suelo. Las manos se me encogen, las uñas se clavan en la madera y sin querer, la hago virutas. La ropa estalla sobre mi espalda, y una gran sonrisa blanca se dibuja en mi cara. La baba gotea sobre el suelo y, mientras ese fulgor frío de la luna me baña por completo, lloro.
Lloro como solo lloran los lobos.