—¡Abuela, tu nieta favorita ha llegado! —vociferé. El oído de la abuela ya no era tan bueno. Me quité el abrigo. Fuera, la nieve me llegaba a las rodillas. Observé con fastidio que la pantalla de mi móvil estaba cubierta de hielo. No funcionaba.
No hubo respuesta, eso me inquietó. Conforme me acercaba a la sala de estar, un mal presagio me recorrió el alma. La abuela yacía en el suelo, un reguero de sangre brotaba de su cabeza. En el sofá, un hombre de aspecto tétrico dormitaba ebrio. Su mano apenas sujetaba una de las botellas de anís de la abuela, aún manchada con su sangre.
Corrí a la alacena, recordaba donde el abuelo guardaba una escopeta de caza y regresé con ella, cargada. El hombre intentó levantarse, pero le amenacé con el cañón. Hizo una mueca grotesca y se acercó un dedo a los labios, pedía silencio.
-Sssh… hablan de mí —siseó, con voz pastosa y subhumana—. Soy famoso.
En la radio hablaban de él. El violador en serie, el asesino fugado. Avisen a la policía, huyan de él. Es peligroso, un psicópata, un depredador sexual. Empecé a temblar, el pavor se apoderó de mí.
—No dispares —musitó la abuela, que recuperaba la consciencia—. Te arrepentirás.
Tres horas transcurrieron en aquella situación paralizante. Tarde o temprano el sueño me vencería y llegaría nuestro fin.
—Cuando te duermas —amenazó la alimaña, con voz sibilante, el aire escapaba entre sus dientes— te ataré a la cama y te violaré durante horas. Y luego os mataré.
La abuela se había vuelto a desmayar, ahora respiraba calmadamente. Recordé aquellas tardes de verano, cuando dormía la siesta y nos reñía por ser ruidosos. No era culpa nuestra, la cadena del columpio chirriaba, mi hermano me empujaba muy fuerte.
—¿A que no es culpa nuestra? —le pregunté a mi hermano. Él negó con la cabeza.
—Es la cadena, que chirría.
Mi hermano me empujó otra vez, con más fuerza.
—Nos van a reñir, no seas crío —parecía mentira que ya tuviese cuarenta y siguiese comportándose como un niño. Volvía a tener pelo, quién lo iba a decir. Con su barba, y esos pantalones cortos, estaba muy cómico. Mi cabeza se inclinó hacia un costado, me costaba levantarla. No empujes tan fuerte, no seas bruto. El balanceo era tan intenso que mi cuerpo se deslizó hacia un lado, me costaba mantenerme erguida.
Me sentí lanzada contra la pared, el animal rabioso me había arrebatado la escopeta y reía como un demente.
—Deja en paz a mi nieta, malnacido.
—¡Cállate, vieja! —el asesino apuntó a la abuela. El disparo sonó como una explosión, me desplazó dos metros. Miré a la abuela, sonreía. ¿Su última sonrisa?
Me giré hacia el homicida. Su cara estaba desfigurada. Sus ojos, quemados. Le faltaban varios dedos. Cayó muerto.
La abuela seguía sonriendo.
—Sabías que la escopeta reventaría —dije entre jadeos.
—Tu abuelo cegó el cañón cuando erais pequeños, para evitar accidentes.
A la abuela aún le quedaban sonrisas.