Luego de una semana de no obtener respuesta de mi padre a mis llamadas telefónicas, salí de la Ciudad de México rumbo a su casa, en Morelia.. Desde que entré a la vivienda de la capital michoacana percibí un olor nauseabundo que se acrecentaba conforma me acercaba a la recámara paterna. Al abrir esta habitación vi el rostro ennegrecido, sin vida, de papá. Grité horrorizada. Perdí el conocimiento.
Corrí hacia la calle, no sabía qué hacer, solo avanzaba a una velocidad que se acrecentaba y que me elevó. La gente me miraba con incredulidad, yo tampoco creía lo que ocurría: yo andaba tan rápidamente que, entre paso y paso, me mantenía en el aire. Llegó el momento en que quería detenerme, pero las piernas no me obedecieron. ¿Adónde me llevaban? Pronto me di cuenta: vi que en el panteón ya estaba listo el hoyo para enterrar a mi padre y a... Mis piernas se detuvieron repentinamente: caí.
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En el cementerio eran enterradas dos personas: un sexagenario y su hija. La gente que los acompañaba a darles el último adiós estaba estupefacta.
–Dijo el forense que don César ya tenía un mes de muerto… Como vivía solo, nadie se había enterado –comentó don Esteban, un vecino de los fallecidos.
–Su hija tenía mucho trabajo en el hospital, ya ven que era médica, por eso casi no venía a visitarlo, pero se mantenía en contacto con él… –señaló otro vecino.
–Escuchamos el grito de ella y fuimos a ver qué ocurría. Mi hijo brincó la reja para abrirla… Lo que encontramos fue impactante –comentó doña Adela, quien vivía al lado del hombre muerto.
–En el acta de defunción dice que él murió de paro respiratorio, y ella, de un infarto. Pobre, la muerte de su padre la impresionó mucho –señaló alguien más.
–Sí, y a ella acababan de diagnosticarle un problema cardiaco, por eso don César no le avisó que estaba muy enfermo –externó doña Adela.