No para de borbotar en mi interior. Me quema, es soportable, pero no hay medicinas que puedan erradicarlo. Cómo siga, se me formará un agujero en lo más profundo de mi ser. De ese agujero, ya irreparable, comenzarán a surgir ideas pesimistas a mansalva; incluso suicidas. Ya no sabré que hacer, será demasiado tarde, mi futuro se manchará por un deslumbrante abismo. Este me cegará tanto, que no me dejará ver más allá del dorado huracán.
Tan hermoso, tan furioso, pero ligero, y tan distante cómo el ocaso en el fin del mundo. Tan distante y, a la vez, tan cercano. Tan cercano que me desgarra y se lleva consigo todas mis esperanzas. No puedo dejar de oírlo rugirme, de mirarlo despreciarme y de soñarlo calmado. Cada vez más y más, el dorado huracán se alarga y roza el azul del cielo. Yo sólo puedo quedarme maravillado ante tal acontecimiento, mientras mi interior no para de arder.
Justo a mis pies, la tierra se desquebraja y llora por mí. A la altura de mis ojos, un infinito trigal me empequeñece. Es precioso cómo los vientos del gigante bailan junto al trigal, los dos tan sincronizados, los dos tan unidos. El sonido de las briznas del trigo no me dejan escuchar bien al estruendoso huracán y sus granos, arrancados por el mismo, continuamente me ciegan. La tierra está a punto de romperse, y el trigal me azota, invisible, mientras oculta mi existencia.
Mentí, es insoportable. El dolor no para de intensificarse y notó cansadas mis piernas. Debo correr, escapar de este sentimiento que no deja de aferrarse a mí. Comienzo la marcha y, con ella, mi sombra me acompaña y recuerda la sensación que me desgarra ardientemente. El suelo es inestable y tropiezo, justo caigo en un enorme cardo seco. Sus agujas se clavan en mi rojiza piel y me recuerdan lo que es el dolor físico, pero me levantó y sigo corriendo.
Es inútil, por mucho que escape sé que es imposible huir de ella. Siempre me atrapa, y el huracán es testigo. Este último se ríe. Sus carcajadas logran que la tierra lloré con más fuerza. Las lágrimas sustituyen al trigal por un salado océano, el cual hace que escuezan y piquen mis heridas externas. Mientras, mi herida interior hace que mi cuerpo pese y pese. El cian del cielo va alejándose y un azul oscuro negruzco me envuelve. Me estoy ahogando y no veo más al huracán.
La sal se adentra en mi cuerpo. Ahora pica y escuece mi interior, no puedo rascarlo por mucho que arañe y sangre mi piel. No me rindo, con la poca fuerza que me queda, intentó volver a la superficie. Veo de nuevo el azul del cielo y al dorado huracán, pero no puedo subir más, algo me detiene. Un oscuro brazo retuerce mi pie y me arrastra a las profundidades abisales. Ya en el fondo, descubro aterrorizado que he sido culpable de mi propia desgracia y muero sólo.