DISCIPLINA
Nada había de particular en aquella compañía de fusileros escrupulosamente uniformados de rojo y azul marino, como para un desfile, mientras tomaban el sol en corrillos repartidos a lo largo y ancho del patio cuartelero. Hallábanse en su mayoría destocados, y departían unos con otros soltando grandes risotadas, cada uno sujetando al lado displicentemente su arma con la bayoneta calada. Parecían hacer hora, pero no se sabía muy bien para qué.
El oficial al mando, todo condecoraciones y charreteras, hizo un gesto sonriente a uno de los soldados que bromeaban en las cercanías. Este le sonrió a su vez, con una ligera inclinación de cabeza. Su mano izquierda bajó del cuello de la casaca del que colgaba al ancho cinto de cuero negro, alzó con la otra el fusil a una cuarta del suelo y se puso marcialmente en movimiento, por entre sus compañeros, en dirección a una vulgar silla de anea que habían dejado solitaria en mitad del patio. Apoyó el largo fusil verticalmente en el respaldo de la silla y, girándose, tomó asiento en ella. Sin más, se cruzó de brazos, muy tieso, mirando casi insolente al oficial, sin dejar de sonreír.
El oficial hacía lo propio, pero enseguida movió otra vez ligeramente la cabeza, ahora hacia un grupo concreto de soldados, cinco en total que, al advertirlo, echaron a andar, el quepis bien calado, hasta formar, hombro con hombro, a diez metros del que ocupaba la silla. Todos los demás soldados se apartaron en torno.
La sonrisa de los miembros del pelotón se había petrificado en sus rostros perfectamente rasurados cuando, en la ardiente mañana azul, restallaron entre los muros las voces reglamentarias. Al instante, siguieron las descargas.
Con la sacudida, el fusil apoyado en el respaldo de la silla cayó al suelo, y se disparó. La bala destrozó un tiesto de petunias de la fila que adornaba la base del muro lateral de mampostería, y fue a incrustarse en éste, levantando con el impacto una minúscula nube de polvo.