Sebastian era una estrella del rock narcisista y egocéntrica que gastaba enormes sumas de dinero en polvorientos legajos medievales de música tritonal, prohibida durante siglos por el Santo Oficio bajo pena de excomunión u hoguera. Se consideraba que los tritonos reclamaban la presencia de entidades malignas, e incluso del propio Satanás.
Había triunfado con su banda de “black metal”, encauzando su estilo hacia disonancias asfixiantes y extremas, basadas en rasgueos monótonos de guitarra combinados con cadencias de acordes mantenidos en el tiempo.
En sus conciertos, el público entraba vertiginosamente en un trance profundo. Sumidos en un letargo hipnótico, apenas balanceaban sus melenas mecánicamente. Los riffs lentos de guitarra, los ritmos sincopados, atravesaban sus cuerpos transformando el sonido en una experiencia orgánica, donde la música fluía como una niebla espesa y viscosa que atrapaba la consciencia.
Mientras se encendían las luces, la multitud permanecía atónita, escapando lentamente de su entumecimiento. Por fin, alzaban la mirada y aplaudían desaforados como si hubiesen asistido a un prodigio inconcebible.
Camino al estudio de grabación, un extraño del que tan solo logró vislumbrar su ojos irritados tras una capucha, le asaltó en la oscuridad. Sin mediar palabra, le entregó un antiquísimo grimorio, que apenas ocupaba la palma de la mano, desvaneciéndose al instante entre las sombras. Pensó que se trataba de un excéntrico fan que se enmascaraba, como su banda, con el hábito benedictino.
No buscó más explicaciones, poseído por el deseo irresistible de empaparse de aquellos conocimientos abominables, transcritos por un monje sacrílego que revelaba haber sido inspirado por el mismísimo Lucifer. Antes de arder en la hoguera, con una caligrafía minúscula manuscrita con sangre y heces, había conseguido ocultar en su recto intestinal aquel compendio de tonos prohibidos.
Dirigido por estos pliegos infecciosos, comenzó su gran proyecto en solitario, “Diabolus in música”. Con la precisión de un alquimista, mezcló frenéticos atabales sobre ensordecedoras campanas percutidas en tonos blasfemos y abrasivas cacofonías de guitarras afinadas en modulaciones inadmisibles.
Entretanto surgían los primeros compases de aquella sinfonía imposible, dibujó un pentagrama en el entarimado. En un estado entre la conmoción y la locura, se situó desnudo en su interior. Los altavoces bramaban infames alaridos demoníacos sobre estridentes guitarras que crepitaban como las llamas del averno.
En pleno clímax, el eco suicida de la composición, similar a una explosión nuclear, le zarandeó violentamente por la habitación mientras el pentagrama se incendiaba. Tras el fuego, se erguía el monje de ojos carmesíes que le había entregado el manuscrito. Sonreía mostrando su dentadura negra y mellada, señalando el ventanal con su índice esquelético.
Sebastian se levantó con dificultad y arrojó su veterana Gibson contra los cristales. Enmarcados entre vidrios quebrados, distinguió un sinfín de dobles idénticos a él mismo, mientras un interminable número de guitarras eléctricas caía estrepitosamente a la calle.
Estaba contemplando su propio infierno a medida, la pesadilla de su fatua vanidad, condenado a vagar toda la eternidad acompañado por infinitos duplicados de si mismo, interpretando al unísono, extenuados, rendidos, la misma partitura maldita.