Sin ninguna razón en especial, me he despertado de buen humor. Quizás sea porque hoy es día de baño. Cada vez nos es más difícil calcular el paso del tiempo, sobre todo ahora, que las pilas de la linterna se han gastado. Los dedos de mi pie izquierdo están otra vez entumecidos, ya debe ser invierno. Intento moverlos, no puedo. Los toco. Están tiesos, completamente helados.
Sigue lloviendo. Todavía no han arreglado el tejado del cobertizo y el agua lleva horas cayendo. Cierro los ojos. Aspiro con fuerza. Ni siquiera la peste de este lugar ha conseguido que olvide el olor de la lluvia, la fragancia que impregna el aire cuando las gotas caen sobre la hierba mojada de nuestro jardín. Puedo olerlo. O imaginar que lo huelo, me da igual. La lluvia es uno de los pocos olores que he conseguido mantener con vida en mi cabeza desde que estamos aquí. Sin eso no podría sobrevivir. Para Carla y Yago es más fácil, ellos ni siquiera saben distinguir un bollycao de un phoskitos. Todo les huele igual, pero a mí no, yo lo percibo todo. Como la sangre seca en el brazo de Carla. Se mueve sin parar por las noches, cuando no puede dormir y las cuerdas han terminado por hacerle rozadura. La herida debe de haberse infectado, porque el tufo a pus es cada vez más insoportable.
Carla gimotea pidiendo la linterna. Se ha perdido, le digo. Yago me mira. No puedo verlo, pero sé que lo hace, clavándome la mirada como cuando jugábamos juntos en el parque y yo hacía algo mal. Yo no he sido, decía. Y Yago me miraba fijamente, sabiendo que mentía. Lo sabía antes y lo sabe ahora. Sabe que no le doy a Carla la linterna porque no quiero que haga lo que hace siempre. Tratar de encenderla para ver el rostro de sus hermanos, aunque solo sea un instante. Y al ver que no se enciende, romperá a llorar y empezará a mecer la linterna como si fuera un peluche, acunándola y cantándole canciones durante horas. No quiero volver a oír a mi hermana pequeña cantarle nanas a una linterna. La escena me deprime. Y hoy no quiero deprimirme, hoy es día de baño.
"Dale la linterna", me ordena Yago. No quiero discutir con él, así que saco la linterna del cajón para dejársela a Carla, pero me detengo al oírlos. Ya están aquí, ya se acercan. Los pasos pequeñitos de mamá, arrastrando sus zapatillas. Los de papá, rápidos, siempre con prisa. Ya están aquí, al otro lado de la puerta. El olor a sudor y a tabaco de papá. Un hedor parecido al nuestro. Un hedor que no entiendo y del que debería avergonzarse. Al fin y al cabo, él puede bañarse siempre que quiera. La puerta se abre y deja pasar un poco de claridad. Nuestra ración semanal de luz. Es la hora, dice papá con sonrisa orgullosa. La hora del baño.