Corre enfebrecido por una noche perra; lluviosa, fría como un sudario. Agotado, jadea bajo el pórtico de la catedral. Oye pisadas en el suelo mojado, contiene el aliento hasta perderlas. Aporrea la puerta. Al poco, un gruñido oxidado deja entrever algo de luz.
—¿Estás bien hijo? — pregunta un tipo con sotana.
—¡¡Me persigue la muerte padre!! ¡¡Ayúdeme!!—grita.
—El Señor siempre acoge a los afligidos...entra—propone bondadoso.
La iglesia es austera, inhóspita. Grupos de velas pidiendo salud, amor o suerte parpadean inseguras. Desde el fondo de sus capillas estatuas piadosas miran sin apego. De pronto un rayo incendia las vidrieras. Llegan a la sacristía donde una chimenea ruge acogedora.
—Acércate al fuego. Toma, este vino caliente te aliviará.
Sienta en un tosco taburete. Frente al fuego bebe ávido. Extiende las manos hasta casi quemarse, el miedo le agarrota.
—Cuéntame—pide el clérigo.
—Verá, esta mañana tonteaba en el mercado con la hija del boticario cuando una zíngara vino a leerme la buenaventura...quise quitármela de encima dándole una moneda...insistió. Enojado, la empujé. Cayó al suelo. Le tendí la mano, rechazó mi ayuda, se levantó malcarada y me echó un mal de ojo, “Que Santa Muerte venga a recogerte antes de acabar el día”
—Eso son patrañas para crédulos y supersticiosos—interrumpe el sacerdote llenándole el vaso.
Tembloroso, apura el trago.
—Lo sé padre, me dio risa, pero al rato entra en la plaza una figura vistiendo hábito harapiento, capucha, guadaña. Vi su cara y temblé...era una calavera macabra...sus cuencas vacías clavadas en mí...atravesaba el gentío envuelta en niebla...nadie la veía.
—Toma otro vino. ¿Qué hiciste?
—De puro pánico salí disparado...huyo desde entonces, está en todas partes. Si le parece bien esperaré aquí hasta las doce, supongo que no se atreverá a entrar en suelo sagrado.
La puerta de la sacristía retumba. Asustado, quiere levantarse. Sus miembros no obedecen; lo vuelve a intentar, es inútil.
El cura abre.
—Pasa, pasa, hiciste bien en avisarme Esmeralda, puse la droga en el vino.
Paralizado, ve cómo se acerca, a su lado la zíngara ríe desdentada. Les sigue la silueta de la muerte cegándolo todo, hiede a carroña.
—¿¡¡Por qué padre!!? — aúlla.
—Me da pavor dejar este mundo— confiesa contando las cuentas de su rosario—. Esmeralda es vieja como el tiempo, hasta la parca le obedece. Hace más de 300 años que le sirvo, necesita almas, le ayudo cuando alguna intenta escapar y así, sigo vivo.
Una mano descarnada lo agarra por el hombro, los ojos se le nublan.
—¿Pero hay Dios? — susurra vencido.
—No sé decirte, tú ten fe hijo mío...Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.