“¡El broche de mi hija! ¡Qué dolor!”
Aquel era el primer día en el que la Condesa salía de su palacete donde ella misma se había encerrado hace 13 años, 2 meses y 5 días. Nada —ni las amenazas de su única hija, ni los ruegos de sus allegados— pudo apartarle de su determinación. Se iba a quedar para siempre en el edificio, coronado por una torre alta con mirador, desde donde solía observar cómo palpitaba el corazón financiero de Madrid. Algo que jamás iba a volver a hacer, al decidir esconderse en su mansión de inicios del siglo XX que contaba con tres plantas, además de la bodega en el sótano, 7 salones, 5 gabinetes y 16 dormitorios.
“Me sudan las manos. Y este fuerte dolor en el pecho…”
La fachada ocre le proporcionaba a la Condesa la tranquilidad para seguir con su rutina: se despertaba a la misma hora, hacía ejercicio, desayunaba, despedía con un beso a su heredera antes de que el chófer le llevase al colegio, despachaba asuntos de la fundación que llevaba su nombre, leía, escuchaba música y se reunía con personas seleccionadas que cumplían a rajatabla el código de presencia: nada del color que aterraba a la anfitriona: el naranja. El psiquiatra renombrado que su hija ya crecida había contratado no lograba encontrar el origen de su fobia. Lo intentó con el uniforme del cirujano que le había realizado una operación delicada; algún postre que le sentaría mal; el resplandor del sol poniente en el momento cuando se enteró de la muerte repentina de su marido; las flores que depositaba sobre su ataúd, junto a su hija que había vuelto definitivamente del internado donde su padre le tenía recluida. Nada de lo que el desesperado doctor probó dio resultado, ni la hipnosis siquiera.
“¡Vela naranja! Quiero gritar pero estoy muda.”
Hasta el día en el que aceptó celebrar el vigesimoquinto cumpleaños de su hija en una pequeña galería donde exponían artistas que la Condesa auspiciaba. Todo se organizó bajo el control del doctor: cerraron la galería, retiraron los cuadros que podían generarle ansiedad a su paciente y prepararon con esmero una velada nocturna para madre e hija.
—Mamá, ¿me estás escuchando?
—¿De qué color es… tu broche?
—Púrpura. Qué importa… La fundación…
“No, es ¡naranja! Un escalofrío me paraliza…”
—Mamá, ¡concéntrate! ¡La fundación tiene que ser mía ya!
—No…
“No puedo oír tu palabras, no escucho nada más que los latidos de mi corazón.”
—¡Que no! Justo lo que me contestó papá cuando le pedí quitarme del internado. Y ya ves, se me concedió el deseo.
“Necesito irme.”
Intentó huir pero su cuerpo no respondía. Solo consiguió apartar la mirada de la cara de su hija a la que adoraba y que ahora le producía pánico. Observó la calle a través la ventana. Sobre las casas dormidas una luna naranja le mostraba su siniestra sonrisa.
Aquel fue el último día en el que la Condesa salió de su palacete. Nunca volvió.