Me senté en la oscuridad de mi salón, bebiéndome lentamente una copa de vino tinto, la soledad asentándose como una vieja amiga. Con el silencio que reinaba sobre el apartamento, mis pensamientos parecían evaporarse y flotar en sombras de humo hasta el techo, desde donde me podían sonreír burlones. Uno de estos negros pensamientos pareció perder el rumbo, materializándose como una figura negra con ojos de un intenso azul lapislázuli, observando en silencio desde la esquina más oscura del salón.
Me estremecí, soltando abruptamente la copa de vino, que no tardó en formar una mancha carmesí en la moqueta. Me quedé mirando el panorama como en trance, cada vez más satisfecha al darme cuenta de que aquel caos de color y cristal terminaría por fusionarse en un balance perfecto, como un magnífico accidente que algunos llamarían arte moderno.
En secreto me consideraba a mi misma una artista, de aquellas que nunca habían llevado un pincel a un lienzo, pero que tenían el don de hacerlo en algún recóndito lugar de su caótica alma.
Guiada por la figura de hermosos ojos azules de la esquina me agaché, mirando nuevamente la mancha de vino en la moqueta, que ya había tomado una forma abstracta en el polipropileno. Parecía una mariposa, algo tan bello que decidí que era incapaz de limpiarlo. Noté como la figura en la oscuridad asentía, expresando su concordancia con la idea recién formada en mi cabeza de coger un trozo de cristal y hacerme un pequeño corte en la mano, esparciendo las gotas escarlatas encima de la mancha. Otro tono más de rojo, otra dimensión más a la obra que comenzaba a formarse en mi salón. Absorta en mi misión, seguí añadiendo ángulos y rasgos a la mariposa, arrastrándome a cuatro patas mientras la sombra de ojos azulados me alentaba:
“Sigue, tiene que ser más grande”, me susurraba.
Lo que antes habían sido pequeños cortes comenzaron a ser puñaladas por todo mi cuerpo, pero no sentía dolor. Solo veía la masa color escarlata que brotaba de mí como una fuente de poder y pasión, hasta que la mariposa era tan grande y profunda que yo me encontraba en el suelo, drenada, incapaz de moverme. A pesar de la pesadez que comenzaba a notar en los miembros, me giré hacia la esquina a buscar la aprobación de mi mentor entre las sombras, confusa cuando eché en falta sus azules ojos en la oscuridad.
Entonces lo noté, un frío gélido en el cuello que me forzó a utilizar mi último esfuerzo mortal para mirar. Ahí estaba; Mi forma entre las sombras, mi mentor artístico, mis ojos azules. Ya no era solo una sombra; Ahora se erguía tan físicamente humano como cualquier otro mortal, observando orgulloso.
“Ya eres una artista”, me dijo, su voz grave y rasposa, “Ahora descansa.”
Con este adiós final le vi retirarse a su esquina, volver a las sombras de dónde había salido, observando con esos férreos ojos azules mi último aliento: Su obra de arte final.