Un hombre concentrado en su móvil. A su lado un niño que le observa de reojo desde hace rato.
-¿Papá, qué haces?
El atardecer trae una brisa húmeda y fresca. El mar se hace más presente allí abajo, silbando entre las rocas.
-¿Papá?
Algo inquieto, el chaval arruga y estira el borde de sus pantalones cortos una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Las rodillas apretadas, aguantándose las ganas de orinar y el frío, ha sido un paseo largo, ya casi es de noche. No tendrá más de cinco años.
-¿Papá?
Pero el padre sigue absorto en su móvil, tecleando rápido con los dedos crispados. MATARÉ LO QUE MÁS QUIERES, escribe su mensaje final, así, en mayúsculas.
-¿Papá, qué haces? -insiste el niño.
-Estoy hablando con mamá, cariño, avisando que llegaremos un poco tarde, para que no se preocupe. -Y lanza un amago de sonrisa que el chaval intenta completar sin suerte.
-Tengo frío.
Inmediatamente el teléfono empieza a sonar. El hombre lo mira con asco y se lo guarda en el bolsillo.
-¿Quién es? ¿Es mamá?
El padre no responde, tan solo eleva el rostro hacia el cielo mientras ese zumbido repetitivo taladra el horizonte. Se muerde los labios, una lágrima rueda por su mejilla.
-¿Por qué lloras, papá?
-No lloro, mi amor, es el viento que me da en los ojos. Mira qué bonito se ve el mar desde aquí arriba, ¿verdad?
Está anocheciendo y el paisaje se extiende maravilloso desde lo alto del acantilado. Los últimos brochazos del sol abrasan las nubes y el espejo de agua.
El niño no quiere mirar donde señala el padre. La cabeza gacha, sus manos estrujando el borde de sus pantalones cortos, una y otra vez. De pronto se da cuenta que una de sus zapatillas tiene sueltos los cordones. Son blancos, pero cada vez se ven más oscuros.
-Tengo frío.
-No te preocupes, ya nos vamos.
-¿A casa?