“Ya sé que no eran más que cosas mías: para ella solo existía este
pequeño rincón en el mundo. No, no hacía falta que nadie me convenciera
de que Julieta no montaba caballos en las llanuras de Mongolia ni comía
fideos sin tenedor, de eso siempre he estado segura. Pero a veces
fantaseaba con que la niña no murió. Simplemente se marchó. Se cansó
de ser distinta al resto y partió a tierras lejanas.
Todo porque algunas tardes escuché a Don Diego, el dueño del
lupanar, leer el libro de Marco Polo. Y la veía atender entusiasmada a lo
qué ocurría en una tierra en la que todos eran como ella. Un lugar donde
unos y otros tienen unos rasgos tan parecidos que es fácil confundirles.
Allí, cuando nacen niños con los ojos rasgados, no los meten en un saco
y les ahogan en un rio. Ese era el sustento de mi esperanza.
Pero ahora ya sé que no está viva”.
— ¿Es para mí? —pregunta Don Diego al ver una tisana humeante
sobre la mesa. Adela asiente con la cabeza—. Gracias. No veas cómo me
duele el estómago desde el almuerzo.
Y toma un largo sorbo.
“Bebe cobarde”—reflexiona Adela, sin mostrar sus pensamientos
más íntimos—. “Recuerdo el día que nació. Su madre muerta en el parto,
cubierta de sangre. Y vosotros como si nada: La niña no puede ser hija de
un chino; hace muchos años que no se ha visto ninguno por el burdel.
Decíais que lo correcto era meterla en un saco y tirarla al fondo del Turia.
Tú añadiste que sería lo más cristiano”.
Don Diego da un trago más largo y ruidoso. Le tiemblan las manos.
—Yo cuidé de ella hasta los ocho años—susurra Adela—. Era un
regalo del Cielo. Creía que siempre estaría conmigo, que su rostro sería lo
último que vería antes de dejar este mundo.
Don Diego la escucha y comprende su melancolía.
—La niña se fue hace más de siete años. ¿Por qué no adoptas a
otra huérfana y te olvidas de ella?—contesta.
—No se fue—Adela levanta la voz— me la quitaron para siempre. Y
por lo que he descubierto, me la robó una mano que creía amiga.
De repente levanta los brazos, golpea la mesa con los puños, ríe
como una loca y se va.
Don Diego la ve salir mientras apura la taza. ¡Cómo le duele el
estómago! Y entonces cae en la cuenta de lo que está a punto de pasarle.
Nota que ya es tarde para hacer nada. Apenas le quedan fuerzas. Se deja
caer en el sillón y cierra los ojos.
Pronto siente el contacto de una mano tibia y pequeña. Ni siquiera
necesita mirar para verla. Está frente a él. Sonriendo, con el maldito
cromosoma de menos reflejado en la cara. Julieta saca la lengua, se lame
la punta de la nariz y pregunta sin esperar respuesta:
—¿Amos al Ferno, Do Dego?