Mientras ahogaba un bostezo, pensó que no había nada más deprimente que volver de un funeral. Bueno, quizá sí: hacerlo de madrugada. Le había tocado enterrar a Luca, su primo segundo; dos años más joven que él y el único conductor de autobuses de vocación que había conocido. Compañero de juergas de adolescente, siempre había tenido un carácter agitado, espídico. Hasta que el cáncer de colon se había cruzado en su camino. Dos meses después del diagnóstico no había quien lo reconociera. Uno más y se había convertido en abono para malvas.
El viaje era infame. Aquellas carreteras secundarias eran una sucesión de curvas olvidadas en la boca del lobo. Casi agradeció que aquel vehículo pesado, acaso un camión, apurase y se situara tras su viejo Ford. Continuó así durante varios kilómetros, con los potentes faros del vehículo reflejándose en su espejo retrovisor, agobiándolo. Hastiado, chasqueó la lengua y le dio un manotazo al clip para no quedar cegado. Aceleró y lo dejó atrás.
Encendió la radio: en la emisora solo había contenido embotellado. Probó su colección de música. Sonaba una de Los Ramones. Aquella canción –algo oscura y cuyo título había olvidado– le encantaba a Luca.
Al rato, volvía a tenerlo encima. Molesto, redujo la velocidad para ser adelantado. Pero no sucedió. Pensó que aquella mole se iba a empotrar contra el maletero del coche. Se mantuvo así durante largos minutos. Empezaba a ponerse nervioso; sus manos se tensaban al volante.
Llegaron a una recta larguísima, en la que pisó a fondo. La aguja del cuentakilómetros temblaba y el motor rugía. Logró ganar metros, pero enseguida volvió a colocarse sobre su rueda, sin apenas espacio. Aquello era una locura. Pensó en llamar a la policía, pero su teléfono móvil dormitaba en el bolsillo de su gabán, en el asiento de atrás.
Un estruendo sacudió el coche, que comenzó a dar bandazos: había pinchado. Con sangre fría, redujo y se hizo a un lado de la carretera. Aquel mastodonte sobre ruedas pasó como una exhalación.
El reventón había dejado el neumático inutilizado. No había cobertura en aquel lugar así que decidió caminar por el arcén. Apenas había visibilidad: a un lado y al otro se extendía una ominosa masa boscosa que parecía impenetrable, en medio de una niebla que se espesaba.
Al cabo, dos intensas luces lo sorprendieron. Imposible que no lo hubiera oído. Pero ahí estaba, justo detrás de él. Petrificado, notó como se acercaba hasta detenerse. No se sorprendió al descubrir un autocar medio desvencijado. Con un chasquido, el portón se abrió. Un rostro conocido destacaba bajo la tenue luz del asiento del conductor. Le dedicó una sonrisa torva, coronada por una mirada vidriosa.
–No iba a marcharme sin ti, primo. Sube y ponte cómodo.
Hipnotizado, recorrió el pasillo central, en medio de semblantes oscuros e impenetrables: un ejército de muertos.