Conspiración ocular
Achinó los ojos para ver mejor, pero aun así le costó trabajo marcar los números en el teléfono.
A los sesenta años y sin anteojos era una tarea difícil leer los pequeños caracteres de aquel folleto.
El teléfono sonó tres veces y una voz grave contestó:
_Clínica de ojos, buen día…
_ Buen día, necesito un turno con el doctor.
Acordaron la cita para esa misma tarde.
La señora Griselda había sido una joven atractiva y refinada, con un cuerpo generoso y unos ojos exóticos que enamoraban, sin embargo nunca aceptó la invitación de un pretendiente. Se dedicó a estudiar latín y a viajar.
Ahora en el crepúsculo de su vida se encontraba sola, en un mundo demasiado grande para una mujer mayor. De todos modos sus ojos no habían perdido el brillo de la juventud, tal vez se veían un poco cansados por la lectura de tantos libros pero seguían siendo los mismos ojos exóticos que enamoraban.
La sala de espera era pequeña, olía a limpio y tenía buena ventilación, el sillón era cómodo y mullido. La señora Griselda se sintió a gusto en aquel lugar.
Pronto apareció el doctor.
La consulta fue de rutina, comenzó con un cuestionario sobre sus datos personales para llenar la ficha médica, luego pasaron al examen ocular.
El doctor se acercó y miró cada ojo con una pequeña linterna.
_Tiene usted los ojos que me faltan, Griselda.
La señora no supo que contestar, estaba acostumbrada a recibir halagos por sus ojos pero, no supo a qué se refería con “que me faltan”.
_ Coloque la espalda en el respaldo del sillón, ahora continuamos (dijo el doctor mientras se levantaba a buscar algo)
La señora Griselda se sobresaltó cuando sintió que la ataban a la silla con una cuerda, quiso zafarse, pero no pudo, trató de gritar pero una venda en la boca se lo impidió.
Comenzó a sentir pánico cuando vio que el doctor se sentaba muy cerca de ella con una cuchara de metal en la mano.
_ Disculpe Griselda, pero esos son los ojos que necesito para mi colección (dijo el doctor con un tono amable)
Unos minutos después abrió la puerta de una cámara contigua al consultorio, una luz tenue dejaba ver varios frascos con ojos de distintos colores cubiertos con formol, y prolijamente ordenados.
Sonreía satisfecho, feliz de tener una pieza más en su vasta colección ocular.
Pero mientras decidía dónde colocar la nueva adquisición percibió que aquellos ojos aún lo miraban.
Dejó el frasco en cualquier sitio y trató de salir, sin embargo la puerta de la cámara había sido cerrada por el lado de afuera, entonces transpiró de miedo.
Comenzó a mirar uno a uno los ojos de su colección y percibió que entre ellos se comunicaban, que se movían, que se hacían señas diciendo “ahora” entonces se sentó en un rincón con la cabeza entre las rodillas y comenzó a llorar de terror incapaz, de soportar la mirada acusadora de tantos ojos desvalidos.